Ya se han acabado las Navidades y llega el momento de hacer balance (para el que quiera) sobre lo acontecido en ellas.
Por mi parte quiero comentar dos cosas. La primera es que puedo asegurar que mi hijo ha recibido más juguetes de los que su mente y espacio vital pueden gestionar a tenor de lo abandonados que están algunos de ellos y para la segunda quiero relatar una reflexión (totalmente personal y transferible) con respecto al recibimiento y apertura de regalos que he hecho estas fiestas.
Se me puso la mosca tras la oreja el día 25 y el día 6 lo corroboré. En el momento de abrir los regalos de mi hijo Jon, de casi tres años de edad, me sorprendí a mi mismo con un: “¡oh, qué bonito!” en el primer regalo que abrí (Jon me los da a mí para que se los abra).
Acto seguido le mostré el regalo a Jon y le dije: “¿has visto qué chulo?”, a lo que él me respondió “¡qué chulo!”. Abrió el regalo, le dio tres o cuatro vueltas y me lo devolvió. Ahí mi mente hizo click. La comunicación no verbal de mi hijo no casaba con la verbal y con su acto de devolución me demostró su auténtico sentir.
Me había dicho “qué chulo” simple y llanamente porque yo le había dicho que me parecía chulo, no porque él lo pensara realmente.
Seguimos abriendo regalos y decidí contemplar la escena sin más. Cada vez que yo abría uno mis padres, mis hermanos y/o mi mujer exclamaban un “¡ohhh, qué bonito!”, “y mira, se abre por aquí y hay más”, “¡¡ohhhh, y puedes hacer esto y esto otro!!” todo ello con voz teatral y desbordado entusiasmo.
Jon respondía a todo ello con una sonrisa prejuicio (antes del juicio), es decir, antes de saber si le producía felicidad, de la misma manera que a mí me había dicho “qué chulo” sin tener claro todavía si le gustaba o siquiera qué era lo que le tenía que gustar.
Entonces pensé ¿por qué hacemos esto? Con cada “qué chulo” o con cada “¡oh, qué bonito!” ¿no estamos intentando traspasar a nuestros hijos nuestro comportamiento a menudo hipócrita ante las personas que nos regalan cosas?
Expresar nuestro agrado con los regalos que nos gustan es lógico, pero anticiparnos a la opinión de los niños y magnificarlo de manera exagerada para tratar de que ellos piensen igual o cuanto menos expresen lo mismo, pese a que puedan no pensar igual, ¿no es eso un modo de enseñarles a mentir? ¿No es, además, una manera de ensalzar hasta el infinito y más allá los objetos materiales e inanimados que acuden a nuestras vidas? ¿No es eso educar en cierto modo en el consumismo?
Los niños nos imitan en muchísimas cosas y yo (personalmente) prefiero, a partir de hoy, esperar a que mi hijo juzgue si algo le gusta o no y limitarme a decir: “mira Jon, para ti” y “gracias por el regalo”.
De esta manera no intervengo en la opinión de mi hijo y muestro mi gratitud con la persona que regala, así mi hijo aprenderá a agradecer los regalos sin la necesidad de mentir (o eso creo). Pienso que es mejor un “gracias, pero no me gusta” que un “gracias, me encanta” (pero no me gusta).
¿Que decís? ¿Lo veis igual que yo o me estaré volviendo paranoico?
Por cierto, ayer me trajeron a casa un paquete que había pedido (tinta para la impresora). Jon lo vio y debió de pensar que era un regalo pues quiso que lo abriéramos enseguida. No lo había hecho nunca con ningún paquete, pero es normal, hace dos días aprendió a valorar desmesuradamente todo lo que viene oculto en papel, nosotros, los adultos, le enseñamos a hacerlo.
Ilustración | Armando Bastida
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