Estaba plenamente inmerso en el proceso de adaptación al colegio de Aran (era el cuarto día que iba), hace cosa de un mes, cuando de repente vi a un lado de la clase una silla con un cartel que la bautizaba como “la silla de pensar”. El horror se apoderó de mí por un instante, ese en el que te das cuenta de que España jamás será como Finlandia porque allí los mejores profesores están con los más pequeños, y luego volví en mí porque mi hijo me necesitaba.
Este pensamiento volvió a sacudirme hace unos días, paseando por el IKEA (bueno, más que paseando dejándome llevar por la marea humana), cuando vimos unos muebles a modo de despacho casero, para poner un ordenador, decenas de libros en las paredes y para sentarte en el silencio de una tarde tranquila a leer y a pensar. “Éste sí es un auténtico rincón de pensar“, me dije.
El anhelo del rincón de lectura
Lo primero que visualicé cuando compramos el piso Miriam y yo fue una gran mesa en la que cupiéramos dos o tres personas para leer, escribir o lo que hiciera falta. Ahora, pasados los años, incluso me gustaría tener uno de esos sillones pequeños donde apoyar un brazo a cada lado y disfrutar de un buen libro.
Tuve la mesa y ahora no tengo ni mesa ni sillón, porque el que era nuestro despacho desapareció para crear una habitación de jugar, es decir, una habitación donde hay dos mesas de niño con sus dos sillas, muebles con libros y juguetes y espacio para jugar. Nada más (y nada menos).
Me encanta ver a mis hijos jugando en esa habitación, pero una parte de mí, la que mira a los años venideros, anhela tener algo parecido a lo que vi en IKEA, un rincón de lectura, una zona donde sentarme a disfrutar de la música, de la lectura, de la paz, del cultivo de la mente o un lugar donde sentarme a pensar.
¿Tan diferente pensamos los adultos y los niños?
Yo, adulto, deseando recuperar esos momentos en los que puedes dedicarte a pensar y a crecer como persona y viendo por ende positivo eso de pensar y los niños, en los colegios y en muchas casas, odiando su rincón de pensar, su silla de pensar, porque allí pasan unos minutos aislados de los demás, obligados a pensar en algo. Pues “prohíbeme y lo haré, oblígame y lo odiaré“.
Yo no quiero decirle a mi hijo un día “vamos a pensar cómo podemos hacer esto” y que su corazón le de un vuelco recordando esa silla que solo ocupaban los niños que se portaban mal y, evidentemente, tampoco quiero que haga como hace unos días, que cogió unas piezas de madera que se le caían en plena construcción y las empezó a lanzar lejos mientras decía “¡a pensar!” cada vez que lanzaba una.
Pensar, y tener un tiempo para sentarte en una silla a hacerlo es una de las cosas más maravillosas que existen. Malditas sean las personas que se apropiaron de la quietud y la calma, del disfrute de la soledad para desarrollar la imaginación, para leer y para simplemente pensar para transformarlo todo en un momento de castigo, de humillación y como método para apartar e ignorar a los niños, cuando la travesura, fechoría o “delito” del niño debería ser aprovechada para hacer reflexionar a todos, pero en positivo.
¿Todos a pensar?
Por supuesto. Toda la clase a pensar. Se detiene lo que se está haciendo y se explica lo sucedido, se les pregunta, se les permite hacer preguntas, se les habla de la amistad, del valor de compartir espacio y tiempo y de juntar esfuerzos para sumar, y no para restar, de lo agradable que es que te traten bien y lo humillante que es que traten mal, de lo fácil que es rodearte de gente cuando respetas a los demás y de lo fácil que es quedarte solo cuando los demás sienten que les maltratas.
Cuando un niño hace algo mal el profesor tiene la suerte de poder utilizar ese hecho para enseñarles a todos. Es una clase magistral de valores, de convivencia, de aprender a vivir. Una oportunidad de establecer lazos comunes todos, profesor y niños y entre los mismos niños. La pena es que en vez de hacer algo así, el pensar se convierte en un rincón de soledad donde permanecer un ratito. Humillante para algunos y absurdo para otros. Los humillados aún modificarán su conducta, a pesar de todo, los que lo ven absurdo, no.
Y en casa lo mismo. Cada error, cada falta de respeto es una oportunidad para explicar a nuestros hijos lo importante que es poder convivir con otras personas sin molestarse. Pero no distanciándonos mediante el castigo de sentarle a pensar, sino hacerlo a través del aprendizaje, del enriquecimiento personal suyo y nuestro, del diálogo y del compartir ese momento en el que hay tanto que aprender.
Foto | welcometoalville en Flickr
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