Hace unos meses escribí una entrada algo diferente al resto, en la que trataba de mostrar que tener hijos es precioso, pero que a veces es más duro de lo que parece.
Al final de la entrada comenté que para llevar a cabo la labor de padre y madre es recomendable hacerse con dos o tres paciencias y un lector, mayuga, me preguntó que dónde podría comprar las paciencias.
Bien, pues creo que he dado con la tienda de las paciencias aunque aviso que no son baratas.
Andaba yo circulando con mi coche en un día lluvioso hacia casa, de vuelta del trabajo, alterado por la última llamada de mi mujer: “Qué día lleva… Si le digo A hace B, si le digo Sí, dice No, si le digo que nos vamos, dice que nos quedamos y cuando por fin nos quedamos me pide que nos vayamos”.
“Algo tenemos que hacer”, le respondí yo. Mientras conducía me venían a la cabeza ideas para llevar a cabo, diálogos para mantener con él y nuevos caminos que recorrer. A diez minutos de casa el coche dijo que hasta ahí había llegado. Traté de ponerlo en marcha, pero gemía como un anciano enfermo y testarudo mientras me demostraba que no lo lograría.
Bajé del coche, paraguas en mano, con la intención de buscar ayuda, cuando me topé con un cartel luminoso en forma de flecha que decía “Tienda de las paciencias: a 20 m”.
Giré la mirada en dirección a la flecha y vi, a unos 30 metros de distancia, una preciosa puerta de madera con un marco tallado que ofrecía al comercio un aspecto algo antiguo.
Movido por la curiosidad, y recordando la pregunta de mayuga, entré en ella. El chirriar de la puerta y unos irregulares escalones que obligaban a bajar a un piso inferior demostraban que no parecía un negocio que diera demasiados beneficios.
Tras las escaleras llegué a un local vacío, mal iluminado, sin estantes de ningún tipo, sin carteles ni precios y cuya calidez provenía de la madera del suelo y de las paredes. Al final del mismo hallé un mostrador en el que un anciano, con una barba blanca tan irregular como las escaleras de su tienda, observaba mis pasos a medida que me acercaba a él.
-Hola – le dije.
-Buenas tardes. Supongo que querrá usted comprar una paciencia ¿verdad?
-Umm, sí, pero… ¿Cómo son? No veo nada en esta tienda.
-Bien, es que la paciencia no es algo que usted pueda llevarse en una bolsa – me contestó.
-Claro – respondí. Qué esperaba encontrar, ¿paciencias enlatadas? – ¿Cuánto cuesta una paciencia?
-No lo sé.
-¿No lo sabe?
-No, no lo sé. Dígamelo usted.
-¿Yo debo decírselo?
-Me temo que sí. Yo no le conozco, no sé para qué necesita más paciencia, no sé qué es lo que le hace perderla, ni sé cuánto tarda en perderla. No sé cuántas cosas influyen en su estabilidad emocional ni cuánta dosis de paciencia podría usted necesitar para equilibrar su situación, así que será usted el que me diga, con el tiempo, cuánto cuesta su paciencia.
-¿No se puede comprar con dinero? – le cuestioné buscando el camino fácil.
-¿Puede usted comprar la felicidad o la alegría con dinero?
-Bueno, en cierto modo sí – respondí – ¿No se supone que el dinero ayuda a ser feliz?
-No. El dinero compra cosas y vivencias que pueden ayudar a ser feliz durante un tiempo, hasta que aquello que ha comprado deja de despertar su interés, pero en cualquier caso usted no compra felicidad, sino cosas que le hacen sentir bien cuando las consigue y hasta que se cansa de ellas. Ahora piense, ¿qué podría usted comprar que le ayude a tener más paciencia?
-Supongo que nada.
-Nada, no. Quizás un viaje que le ayudara a desconectar, quizás algo para compartir con aquellos que le hacen perder la paciencia… En cualquier caso no podría estar viajando siempre ni comprando regalos para los demás continuamente.
-No, por supuesto que no. Entonces, ¿cómo se paga aquí?
Durante algo más de dos horas estuvimos hablando, vendedor y comprador, acerca de mi futura compra y tuve que acudir en tres ocasiones más en días posteriores para acabar decidiendo cuánto pagaría por mi nueva dosis de paciencia.
Sé que os estáis preguntando cómo acaba esto, cuánto cuesta una paciencia y cómo se paga. Yo no puedo responder a eso, como no lo pudo hacer conmigo el vendedor, pero sí os puedo decir cuánto me costaría a mí mi nueva paciencia y cómo la pagaría. De momento sólo tengo una factura proforma que os detallo a continuación.
Factura proforma: paciencia para el Sr. Armando
El Sr. Armando adquiere una nueva paciencia a cambio de:
- Entender que los niños no son personas adultas y que su nivel de requerimientos y sus necesidades son diferentes a las nuestras.
Debemos quitarnos algunos años de madurez (no de la que nos hace responsables, sino de la que nos hace rectos, serios y amargos) para acercarnos a los niños y vivir y disfrutar con ellos. No hay nada más triste que ver pasar los años y darte cuenta que creciste demasiado.
Mi último diálogo con el vendedor de paciencias
El último día, tras recibir la factura proforma y leerla le pregunté:
-¿Todo esto cuesta una paciencia?
-Bueno, no cuesta tanto realmente. Lo más probable es que cumpliendo dos o tres puntos ya consiguiera algo de paciencia, aunque lo ideal sería que los cumpliera todos, así compraría una auténtica paciencia y no tendría que volver dentro de un tiempo.
-Entiendo. Una última pregunta. Vendiendo lo que usted vende, ¿cómo puede ser que tenga un local tan…?
-¿Tan viejo y poco cuidado?
-Bueno, sí…, disculpe, yo no…
-Tranquilo, es normal. Facturas proforma como la que usted se lleva hago muchas, sin embargo pocas personas, muy pocas, regresan para formalizarlas. Supongo que no es fácil pisar el freno en la vida.
-Supongo que no…
Foto | Flickr – puroticorico
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