Cuando tus hijos encadenan una 'itis' tras otra y llegas a desesperar: mi experiencia con dos bebés

Antes de que mi primer hijo se convirtiera en hermano mayor, prácticamente no habíamos pisado la consulta del pediatra salvo para las revisiones y vacunas. Alguna laringitis puntual y un par de resfriados comunes en cuatro años, me llevó a pensar que el nacimiento de su hermana podría seguir esta misma línea.

Pero mi hija nació en invierno (de hecho, aquel fue uno de los invierno más duros de los que se tenía constancia hasta el momento) y con un hermano en edad preescolar no tardó en enfermar con una bronquiolitis.

No cabe duda de que enfrentarse a una bronquiolitis con un bebé tan pequeño asusta, pero aquel episodio fue tan solo el primero de los muchos que vendrían en los siguientes cuatro años.

Y es que con tres hijos, dos de ellos con apenas 17 meses de diferencia, encadenar una 'itis' tras otra se convirtió en algo habitual. Tanto, que llegué a sentir familiar la consulta del pediatra y la sala de urgencias del hospital.

Si te encuentras ahora mismo en esta situación me gustaría decirte que te entiendo. Es muy frustrante tener a tu hijo siempre malito. No cabe duda de que, por desgracia, hay enfermedades mucho peores (enfermedades terribles que no deberían sufrir los niños), pero eso no quita que los padres suframos mucho cuando nuestros bebés enferman una y otra vez, sin apenas tregua.

Cuando sientes que tus hijos "no levantan cabeza"

Con tan solo tres meses de vida, mi tercer hijo fue ingresado por una bronquiolitis aguda causada por el virus respiratorio sincitial (VRS). Y desde aquel momento, la sala de urgencias del hospital y la consulta del pediatra se convirtieron en nuestra segunda casa.

Y es que con tres peques, dos de ellos con apenas 17 meses de diferencia, se puede decir que "teníamos una guardería en casa".

Como cualquier madre, procuraba preservar la delicada salud de mi bebé de los virus típicos que con frecuencia traían sus hermanos mayores. Pero los besos "mocosos" que le daban, los chupetes que mi hija mediana le intercambiaba cuando me daba la vuelta, y las toses y estornudos precipitados sobre su carita, acababan haciendo mella.

Y es que cuando no era el mayor quien enfermaba, era la mediana o el pequeño, al que siempre le tocaba la peor parte, pues cada resfriado que pillaba acaba derivando en episodios de dificultad respiratoria con ingreso incluido.

En un plazo de dos años pasaron por mi casa un gran número de virus a los que les encantaba "jugar partidos de tenis" e ir saltando de uno a otro, especialmente entre mis dos hijos pequeños.

Bronquitis, amigdalitis, otitis, gastroenteritis, la enfermedad del boca-mano-pie, catarros varios... ¡La lista de bichos era interminable, y cuando salíamos de uno nos metíamos en otro!

Recuerdo que un día llegué a la consulta del pediatra y me eché a llorar. Estaba agotada tras haber pasado tres noches sin dormir, preocupaba por la fiebre que no bajaba y literalmente desesperada por la racha que llevábamos.

"Es que no levantamos cabeza" - le dije a su pediatra sin poder contener las lágrimas - "me siento al borde del colapso".

Ella, que siempre se ha caracterizado por su gran empatía y el cariño con el que trata a los niños y a sus familias, me dijo algo que aunque en aquel momento no me consoló, con el tiempo pude comprobar que estaba en lo cierto:

"Tranquila. Nos queda tan solo un año de vernos las caras todas las semanas. Dentro de un año te prometo que todo habrá cambiado".

Mis hijos tenían por aquel entonces dos y tres años, y lo cierto es que me atormentaba la idea de pasar otro año más entre lavados nasales de madrugada, inhaladores y pulsioxímetros y cuadrantes con sus nombres y horarios para no equivocarme a la hora de darles la medicina cuando ambos enfermaban a la vez.

Pero como una vez leí, cuando eres madre los días son eternos y los años son cortos, así que cuando me quise dar cuenta el tiempo había pasado y, tal y como me había advertido la pediatra, mis peques dejaron de ponerse malitos de forma tan seguida.

"¿Es normal que mi bebé enferme tantas veces?"

Esta duda me atormentaba cada vez que mis bebés enfermaban; sobre todo cuando los comparaba con mi hijo mayor y me daba cuenta de que en sus cuatro primeros años de vida apenas se había puesto malo dos veces.

Pero la respuesta era obvia: mi primogénito fue hijo único en la familia durante cuatro años, no teníamos amigos con niños y tampoco iba a la guardería. Mi peque se relacionaba en entornos abiertos con otros niños, por lo que las posibilidades de contraer cualquiera de los virus típicos de la infancia eran muy bajas.

En cambio, mis dos hijos pequeños estaban continuamente expuestos a los virus que el mayor traía del cole, que si bien poco o nada le afectaban a él, en ellos, por tener un sistema inmune aún inmaduro, sí dejaban huella.

Según los pediatras, un niño puede contraer entre 40 y 50 procesos infecciosos durante sus primeros cinco años de vida. Esto significa que, de media, cada mes y medio pueden contraer alguna de las -itis más típicas, siendo la gastroenteritis, las infecciones respiratorias de vías altas y la otitis media las más frecuentes, según la AEPap.

Por otro lado, síntomas como la tos y los mocos pueden llegar a durar hasta 20 días, así que si metemos todo en una coctelera y multiplicamos por dos bebés, la sensación real es la de estar dentro de un bucle sin fin.

Otra de las preocupaciones que tenía era si podía hacer algo para "subir las defensas" de mis hijos, especialmente en los meses de frío que era cuando se concentraban la mayoría de sus infecciones.

Pero la pediatra siempre me aconsejaba lo mismo: optar por lactancia materna el mayor tiempo posible, procurar una alimentación saludable, variada y equilibrada y tomar ciertas precauciones que ayudaran a evitar contagios.

Y es que, afortunadamente, la mayoría de niños tiene unas defensas que funcionan con normalidad, si bien es normal que contraigan infecciones víricas leves en sus primeros años de vida (especialmente si van a guardería o, como es mi caso, hay hermanos en casa) que pueden llegar a desesperar a los padres.

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