Hay niños que comen mejor y otros que son muy quisquillosos con la comida. El verdadero problema sale a la luz cuando nuestro hijo se niega por completo a comer, independientemente de si le gusta o no lo que le hemos preparado o del tiempo que hace que lleva sin ingerir alimento.
Cuando el niño está incubando algún resfrío o cualquier enfermedad, por lo general tiene poco apetito; en realidad, las escasas ganas de comer en un niño que habitualmente come bien es uno de los primeros síntomas de enfermedad. Lo primero que debemos hacer es asegurarnos que nuestro hijo no está enfermo: ponle el termómetro y fíjate si muestra algún síntoma fuera de lo normal: si se muestra indiferente o quejumbroso, se irrita fácilmente por pequeñas cosas o en general está actuando de un modo diferente de lo que acostumbra. Si el pequeño está bien y aún así se rehusa a comer sin ninguna razón evidente, el panorama cambia. Las causas de la falta de apetito suelen ser muy variadas: la falta de ejercicio físico, de juego activo, la falta de sueño y descanso, el hecho de que coma irregularmente entre horas, alguna emoción como un susto o una alarma o algún incidente, el simple deseo de llamar la atención.
No pierdas la calma. Tienes que tener en claro que cuando el niño tenga hambre, comerá. Sé paciente y piensa que no sirve de nada enfadarse, pues si pierdes los estribos la comida acabará sentándole mal a todo el mundo y no habrás conseguido nada. No lo amenaces (“Si no comes, mamá se enfadará mucho") ni lo sobornes (“Si comes todo, te compraré un helado"); tampoco es conveniente que le retires el plato dentro de un período que tú has fijado ni que le ruegues que coma. Y lo más importante: no le obligues a comer por la fuerza.
Recuerda: consulta con el médico siempre que tengas alguna duda.
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