El periodo de adaptación de Aran: ¿te lo dejo contento o llorando?

El tiempo pasa volando y mi pequeño Aran, el que nació pesando dos kilitos pelados ahora hace 3 años y medio ha empezado estos días el colegio. Cuando fuimos con Jon, de ahora seis años, al colegio por primera vez, pensamos que lo llevaría mal, que lloraría mucho, que no aceptaría la separación y nos demostró cuán equivocados estábamos al llorar sólo el primer día al salir.

Ahora que íbamos con Aran, que tiene un carácter más extrovertido, pensábamos que no lloraría, que iría genial, y también él nos demostró lo equivocados que estábamos al llorar los primeros días a la hora de entrar en el colegio. Esto hizo que tuviéramos que esforzarnos (ahora os diré cómo) para conseguir que se quedara contento, esfuerzos que han querido limitar un poco en el colegio, pero que me ha llevado a preguntarme: “¿Te lo dejo contento o llorando?

Tres días de adaptación

El periodo de adaptación ha consistido en ir tres días durante una hora y media. El primer día entró bien, contento, como la mayoría. Salió a la hora y media llorando porque en un momento nos necesitó y, viendo que no estábamos, nos llamó sin éxito.

El segundo día también entró bien y salió también bien, haciéndonos pensar que la adaptación estaba siendo un éxito. Sin embargo, el tercer día dijo que “esto de ir al cole ya no me hace tanta gracia” y al querer dejarlo empezó a llorar. No era un llorar con todo el cuerpo, de ese tipo rabieta, sino un llorar compungido, de ese de “lloro sin moverme”, lágrimas que brotaban de pena, quieto él, en la misma posición que lo había dejado, mirando a la pared, y no pude dejarlo así. No quise dejarlo así.

Muchos padres se fueron. Muchos dejaron a los niños “ahí te las apañes”, pero yo no fui capaz de hacerle eso a mi hijo (padre blando, suele ser la definición), así que nos quedamos en el aula el profesor, unos nueve niños contando con mi hijo y yo. Lloraban tres o cuatro de manera más o menos desconsolada y él hacía intentos no demasiado fructuosos de calmarles con juegos. Yo hacía lo mismo con el mío, cogiendo juguetes e inventando historias.

Pronto empezaron a acercarse niños para escuchar mi historia y por un momento me sentí mal. El profesor había decidido que escribir en la pizarra los nombres de los niños era un buen modo de calmarlos y ellos, al parecer, decidieron que lo que hacía ese papá con los juguetes parecía más interesante.

Estuve unos minutos más hasta que pude dejar a mi hijo más tranquilo y finalmente me despedí con un “en un rato estamos aquí contigo otra vez”. Lloró un poco al irme, pero se quedó mejor que muchos niños que aún lloraban.

Tras el fin de semana, vuelta a la carga

Entonces llegó el fin de semana, que cortó un poco la historia, y después llegó el lunes. Entré de nuevo con él en clase y aparecieron de nuevo las lágrimas, esas que te parten el corazón, esas que te hacen irte a casa pensando “¿Qué sentido tiene que un niño vaya llorando al lugar donde se supone que tiene que crecer como persona?”, esas que te hacen decir que “el colegio tendría que empezar a los ocho años”.

Ese día se acercó la TEI (Técnico en Educación Infantil) y me echó una mano, calmando a Aran, quedando en que harían un dibujo y abrazándole. Luego al mediodía nos indicó que había pasado la mañana muy bien.

El martes sucedió algo parecido, pero enseguida encontré en un parking con coches a mi aliado. Logré que le interesara el tema y se quedó jugando con los coches, pudiéndome ir antes de la clase.

Entonces llegó el miércoles, había que inventar algo nuevo porque no era plan de tirar de coches y juguetes todos los días y entré de nuevo con él en la clase (como Pedro por su casa y sin que muchos padres más lo hicieran) esta vez con el aviso previo de “me parece que te están esperando”. Le dije que me parecía, antes de entrar, que los niños estaban ya buscándole. Entonces entré con él, casi como Torrente al entrar al bar cargado de billetes diciendo “¡Que empiece la fiesta, que Torrente ha llegado!”, anunciando a los niños con emoción que Aran había llegado, que ya estaba aquí y que ya podían jugar con él.

Los niños me miraban con cara de “de qué habla este flipao…”, pero yo seguí y Aran sonreía, se sentía especial, importante y dispuesto a jugar con los niños. Algunos se acercaron y empezaron a jugar con él. Fue cosa de uno o dos minutos, me despedí de él, le hice gesto de OK al profesor y entonces me pidió que “mañana lo dejas en la puerta y ya está, ¿vale?”.

“¿Te lo dejo contento o llorando?”

Me chocó un poco el comentario porque yo había conseguido, varios días, que mi hijo se quedara contento y que, de rebote, se quedara jugando con otros niños que dejaban de llorar al sumarse a nuestra fiesta particular. Entonces me pregunté que qué problema había en que entrara, si con ello le dejaba al niño tranquilo.

Si yo fuera profesor y los padres consiguieran, en cinco minutos, dejarme a todos los niños tranquilos, les besaría los pies. Aunque por otra parte entiendo que hace ya una semana que Aran va al cole, que cada día va mejor y que de igual modo que los niños se están adaptando al espacio y al profesor, él también se está adaptando a ellos y ya los conoce mejor.

Ayer jueves le hice caso, me despedí en la puerta. No hizo falta que entrara porque ya iba más tranquilo. De hecho, el miércoles por la tarde me dijo que “yo ya no lloro, porque ya no me da miedo el cole”. Me alegré por él. Mal lo habría pasado si siguiera llorando y yo no pudiera entrar, pero por suerte no fue así.

En cualquier caso, tengo que dar las gracias al profesor por haberme permitido la licencia de “colarme” cada día en la clase con mi hijo y trabajar la despedida. Ahora él va contento y yo estoy mucho más tranquilo. Otro profesor (o profesora) no me habría dejado entrar ni el primer día, así que, aunque es triste decirlo así, soy un privilegiado por haber hecho una adaptación de una semana, entrando unos minutos cada mañana con mi hijo.

Digo triste, porque repito, si yo fuera profesor (a veces ganas me dan de estudiar la carrera para ejercer), en mi clase serían bienvenidos los padres y madres hasta que quisieran irse. Cada niño tiene su ritmo, tienen sólo tres años de vida (vamos, que hace tres años ni siquiera existían) y no podemos pretender que crezcan en dos días de golpe y vean el colegio como algo positivo cuando ellos preferirían tener mucha más libertad, libertad que seguramente necesitan más que muchas de las cosas que en el colegio pueden aprender.

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