Era yo muy pequeño la primera vez que mi madre me aseguró que no me pasaban más cosas porque mi ángel de la guarda me protegía. Eso de tener un ángel de la guarda me daba un poco de miedo, básicamente, porque no le veía.
Pasaron los años y una oración, que no recuerdo, me convenció de que tenía cuatro ángeles, uno por cada pata de mi cama, algo que me hizo sentir más seguro, pero a la vez más inquieto.
La realidad de la vida me llevó a dejar de creer en todo aquello que no vemos y desde el “cielo” vela por nosotros para ayudarnos y cuidarnos, pero desde hace unos años, más o menos tres, que son los años que hace que tengo a mi segundo hijo Aran, creo que he vuelto a creer en el ángel de la guarda de nuestros hijos.
Con mi hijo Jon, de ahora seis años, nunca tuve esa sensación, porque él solito valía como niño y ángel de la guarda a la vez. Son muy pocas las caídas suyas que recuerdo (si acaso las más bestias), porque fueron muy pocas las veces que se cayó o golpeó. Era un niño tan precavido que sólo hacía las cosas cuando tenía muy claro que era capaz de hacerlas.
Aran, sin embargo, ha sido siempre su contrario, la noche que llega tras el día, la falta de miedo inexplicable que te hace pensar que, si no existe un ángel de la guarda, el destino debe tener algo importante previsto para él, porque si yo me doy los mismos golpes que se ha llegado a dar él, seguro que ahora necesitaría ayuda de algún tipo.
No es que no lo hayamos vigilado ni es que no hayamos estado pendientes de él, es que se ha dado golpes en las situaciones más inverosímiles, precisamente cuando menos riesgo corría. He llegado a pensar que los golpes en la cabeza no le afectan porque ya tiene el cráneo preparado, fortalecido de tanto “viaje".
Se ha golpeado levantándose, caminando hacia atrás mientras te habla y segundos después de decirle “para, para, paraaaa…", caminando tan contento tropezando con una piedra invisible, colándose por un hueco de los columpios que ni el creador de los mismos debe conocer, girándose en el momento más inoportuno para chocar con su hermano (o con algún objeto inmóvil) o cayéndose del sofá en un intento de coger una postura más cómoda.
Todo ello sin tener que ir nunca a urgencias con una herida que haya que coser (toco madera, que falta que lo diga para que pase), un dedo que haya que vendar o un comportamiento que haya que controlar demasiado (tras los golpes en la cabeza, ya se sabe que hay que valorar cómo evoluciona un niño las siguientes 24 horas).
Y todo ha ido así gracias a su ángel de la guarda (dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día,…) o gracias a yo que sé qué.
El caso es que lo pienso y me doy cuenta de que muchos niños seguro que se dan más golpes y se caen más que Aran, muchos seguro que se hacen más daño que él y muchos seguro que tienen unos padres que les vigilan menos, así que sólo me queda pensar que tiene uno o varios ángeles cuidando de él. Por si acaso, no se lo diré, no sea que le asuste o bien que le dé demasiada confianza y quiera seguir tentando a la suerte.
Foto | AJU_photography
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