El estrés es una de las enfermedades multitudinarias del siglo XXI. Bueno, no es del todo una enfermedad, ya que nadie dice: “estoy enfermo, sufro estrés", pero sí es un factor de riesgo para que muchas cosas de nuestro cuerpo fallen.
El estrés va ligado normalmente a un ritmo de vida endiablado, al exceso de trabajo y de responsabilidades y por ello es habitual creer que los bebés y los niños no se estresan. Ellos no trabajan, no tienen responsabilidades y están en casa todo el día jugando o al cuidado de un adulto, ¿cómo se iban ellos a estresar?
Pues bien, los niños también sufren estrés porque, aunque son pequeños, tienen también problemas (pequeños para nosotros, pero grandes para ellos) y sufren vivencias que les hace estar en alerta o a la defensiva.
El cerebro no es un músculo
Cuando una persona hace ejercicio repetitivo y continuado, sus músculos se hipertrofian y crecen de tamaño haciéndose más fuertes y resistentes.
Cuando una persona quiere memorizar algo lo consigue con constancia y perseverancia, repitiendo aquello que quiere aprender una y otra vez hasta que consigue retenerlo en su memoria.
Este ejercicio podría ser similar al ejercicio de una persona que hace deporte (repetitivo, con constancia y perseverancia), para obtener un resultado (los músculos aumentan de tamaño y están más preparados y la persona que memoriza consigue retener algo).
Esto es lo que hace que muchas personas piensen que el cerebro de los niños es también como un músculo que necesita trabajo duro y constancia para endurecerlo.
Estas personas suelen utilizar frases como “deben aprender que no lo van a tener todo", “no les pasa nada si lloran, no pueden acostumbrarse a estar siempre en brazos", “deben aprender a tolerar la frustración" y defienden un estilo de crianza que provoca en niños demasiado pequeños tensiones y situaciones demasiado desbordantes que les genera demasiado estrés.
De este modo lo que se consigue acaba siendo, a menudo, lo contrario a lo que se intenta conseguir. En vez de ir fortaleciendo el carácter y madurar gracias a los pequeños “reveses" a los que son sometidos, los niños tienden a crecer desconfiados, con sus sistemas de alerta demasiado activados (si me ha pasado varias veces, me puede volver a pasar en cualquier momento) y sintiéndose extrañamente desasistidos (no es que realmente lo estén, pero muchos tienen la sensación de perder en cierto modo la buena relación con sus padres).
La amígdala es la alarma del cerebro
Uno de los descubrimientos más importantes en la estructura del cerebro es la existencia y el funcionamiento de la amígdala.
Se trata del sistema de alarma que elabora el sentido emocional de las cosas que nos ocurren. Si se desencadena una situación peligrosa, la amígdala envía una señal al hipotálamo, que es una glándula endocrina (del sistema hormonal), que empezará a segregar cortisol (hormona del estrés), para preparar al cuerpo para la lucha o la huida.
Si luego nos damos cuenta de que esa situación no era tan peligrosa, es el cerebro racional el que libera sustancias químicas que actúan contra el estrés, para volver a relajarnos y hacer sentir mejor.
Si en la infancia ayudamos a los bebés y a los niños a que el cerebro superior intervenga para controlar las emociones intensas, el cerebro infantil crecerá haciendo nuevas conexiones basadas en esos momentos (llamadas redes cerebrales o caminos descendentes) y los niños (y futuros adultos) serán más capaces de controlar sus propias emociones y de gestionar el exceso de estrés que les pueda aportar la vida diaria.
Si en cambio los niños no establecen unos sistemas de regulación de estrés adecuados podría verse afectada su calidad de vida y padecer ansiedad, depresión, fobias, obsesiones, aislamiento emocional, etc.
Padres comprensivos, pero padres
Es por ello que lo ideal para un bebé y un niño es que sus padres les ayuden a calmarse desde una posición de comprensión, de calma y de cariño, pero sin perder la función de padres.
No siempre estaremos ahí para sacar las castañas del fuego, así que nuestra función es ayudarles para que aprendan a sacarlas ellos mismos del mejor modo posible.
Para ello deben sentirse apoyados, entendidos y respetados pese a sus errores y enfados. Es muy habitual escuchar frases como “no llores que no es para tanto" o “no te enfades, que no tienes motivo". La realidad es que los motivos para enfadarse y el cómo afecta a cada persona un suceso es algo individual e intransferible y el hecho de que a nosotros no nos genere ansiedad o estrés no significa que a los demás no les suceda lo mismo.
Es por ello que debemos tomarnos en serio sus enfados y ayudarles a poner nombre a sus emociones, debemos ejercer de padres, mostrándoles hasta dónde pueden llegar, con mucho diálogo y mucho trabajo de empatía (“si le quitas el juguete a ese niño se enfada porque es suyo y quiere jugar con él… a ti no te gusta que te quiten tus juguetes") y sin cargar en nuestros hijos nuestras propias emociones evitando conductas manejadas por el enfado y el “pronto" más que por nuestro raciocinio, básicamente, porque no tiene sentido que queramos que nuestro hijo controle sus emociones cuando nosotros no somos capaces de hacerlo.
Fotos | Flickr - Michael Headrick Photography, barekim, nateOne En Bebés y más | El cerebro del bebé: cómo ayudar a su correcto desarrollo (I) y (II), El cerebro del bebé, Documental: El cerebro del bebé por Eduardo Punset (I), (II) y (III), Punset: Cinco consejos para hacer de un bebé un adulto capaz y feliz, El estrés infantil podría dañar el cerebro