Cuando salimos a la calle, especialmente si vivimos en un ciudad, cada vez es más llamativa la ausencia de niños en las calles. No bajan solos a jugar, es peligroso. Las calles no son amables, los coches y el trabajo se han hecho dueños de las ciudades y de la vida, todo parece diseñado para ellos. Y es que las ciudades son hostiles para los niños.
Es cierto que hay parques, según la zona más o menos cuidados o abundantes, pero la configuración general de los espacios urbanos son completamente enemigos de las necesidades de los niños.
Yo tengo la suerte de pasar la mitad de mi tiempo en un pequeñísimo pueblo costero, en el Parque Natural de Cabo de Gata, un sitio bellísimo y con muchas posibilidades para jugar en la Naturaleza, del que os muestro un pequeño rincón en la foto que ilustra esta entrada. Los niños salen con la bici o juegan, se bañan, exploran, pero incluso aqui ya no van sin supervisión de un adulto por miedo a lo que pueda pasar. Cuando vengo a la ciudad, vivo en una pequeña, con abundantes zonas verdes y un tráfico muy moderado, bastante segura pero ingrata para las necesidades de exploración libre de un niño.
Las ciudades y los niños
Pero en Madrid y en otras capitales, en las grandes ciudades, las cosas son más complicadas todavía. Los niños ya no salen solos, y lo entiendo, pero han perdido aquella libertad alocada que les permitía explorar sus capacidades, hacer travesuras, meterse entre los matorrales, escaparse hasta los límites de lo seguro. Y tendríamos que pensar que les hemos privado de una necesidad innata.
Todo eso confluye en limitar sus vidas a espacios cerrados: colegios, pabellones donde hacen actividades deportivas guiadas, más clases extraescolares para llenar su tiempo, jugar en casa solos o pasar muchas horas distraidos con aventuras de la televisión o el ordenador. Pero la ciudad, la ciudad se ha convertido en un espacio hostil para su crecimiento.
Mi infancia en la calle
Cuando yo era niña posiblemente existía menos conciencia de los peligros de que los niños juegen solos en la calle. Bajaba con mis amigos al parque y nos dábamos vueltas por el barrio, e incluso, a partir de los ocho años, cruzaba sola hasta el colegio, que se veía desde la ventana de mi casa.
En verano, en el pueblo donde teníamos una casa, me marchaba con la bici a correr aventuras por los caminos, con un bocadillo y toda la tarde para ser libre y meterme, admitámoslo, en bastantes lios. Me subía a los árboles, me perdía en el campo, me pillaba la tormenta y me refugiaba debajo de las balas de paja, sin pensar nunca en cazadores, garrapatas o raptores de niños.
No se cual sería el término medio ideal, posiblemente unas ciudades menos pobladas, con menos coches y mucho más espacio abierto natural, no solamente parquecitos limitados, sino grandes extensiones en las que correr y jugar a los piratas, los indios, los exploradores, los naúfragos y hasta las batalllas.
Nosotros no temíamos a la lluvia, ni al viento, ni al frío, ni al calor. Nada nos dejaba encerrados en casa y eso que yo, por lo menos, era niña de pasar muchas horas leyendo y soñando, pero también tenía la posibilidad de salir a jugar hiciera el tiempo que hiciera y llegar sudada y llena de tierra a casa con la sonrisa de oreja a oreja completamente agotada de experiencias y aventuras.
Lo que los niños necesitarían
Los niños necesitarían correr sobre la hierba, y no tener un cartel que prohibe pisar el césped. Árboles a los que trepar. Riachuelos en los que mojarse. Barro, campo, conejos, perdices, bolas de tierra, caminos nuevos donde inventar un viaje a lo desconocido. Esas cosas que parecen imposibles pero que los pequeños seres humanos necesitan. Nuestras ciudades son hostiles a los niños, no están pensadas para ellos, ni diseñadas para sus necesidades reales, y eso, a la larga, estoy segura que se paga.
Existe una iniciativa de la ONU llamada Ciudades Amigas de los Niños. Pese a ser insuficiente, al menos que la ciudad donde vivimos cumpla esas características es algo básico. Adaptando esto a nuestra realidad en España, sería exigible que todas las ciudades se preocuparan de tener espacios verdes con plantas y animales donde los niños pudieran jugar.
No debería bastar un bonito parque con el acceso restringido, pensado solamente para ser contemplado o paseado. También debería dotarse a la ciudad de mecanismos por los que los niños pudieran participar con sus opiniones en la vida diaria, exponiendo libremente sus necesidades y deseos, para no ser, por su edad, ciudadanos de segunda a los que no hay disposición de escuchar y ateder.
Es una de las cosas que más rabia me dan, esos parques tan bonitos, con un césped cuidado y flores, pero con carteles que prohiben acceder a la zona verde, dejando a los niños como simples expectadores de la Naturaleza, sin más que unos pocos columpios para ejercitar su necesidad de juego y escalada.
Puesto que las ciudades son hostiles con los niños, quizá lo único que nos queda a los padres es dedicar el tiempo libre a proporcionarles experiencias de juego libre en la Naturaleza. Irnos los fines de semana al campo, aunque estemos cansados. Pasar las horas de la tarde que les deje libre el colegio, en vez de en cumplir un frenético horario de deberes y clases extraescolares, en la calle y en la zona verde libre más cercana.
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