Allá por 1837 el obstetra irlandés William Fetherstone Montgomery (1797-1859) describió por primera vez unas glándulas situadas en las areolas que rodean el pezón: las glándulas areolares o glándulas de Montgomery, unas glándulas sebáceas que producen secreciones que mantienen la areola y el pezón lubricado y protegido.
Esto es importante en el periodo de lactancia, ya que la sustancia grasa que excretan estos puntitos abultados protegen la piel de la zona, tan expuesta en cada toma. Además, las sustancias volátiles que también segregan las glándulas pueden servir de estímulo olfativo para el apetito de los bebés durante la lactancia, una especie de señal o anclaje que los atrae.
Por ello, aunque se trata de uno de los mitos sobre la lactancia materna más extendidos, la madre que amamanta no ha de lavarse el pecho antes de cada toma (ni después...), como tampoco ha de echarse cremas o pomadas que anulen el efecto de estas glándulas.
Las protuberancias pueden hacerse más visibles y marcadas en el embarazo y en el periodo de lactancia porque es cuando su función resulta más importante, pero en realidad todas las mujeres tienen estas glándulas, en un número muy variable (entre 4 y 28 en cada areola).
La porción de piel que sobresale, esos bultitos de color generalmente más claro, son una especie de montículos con el nombre de "tubérculos de Montgomery", que aumentan de tamaño si el pezón se estimula.
En definitiva, si se lava el pecho en exceso se anula el efecto de las glándulas areolares o de Montgomery, por lo que el pezón está más reseco y el riesgo de grietas o dolor al amamantar aumenta. Con una ducha normal basta para mantener la higiene diaria.
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