Nuestro primer día de cole (digo nuestro, porque también fue el primero que viví como madre), lo sigo recordando como un momento durísimo. Ya habíamos empezado a prepararlo desde días atrás, hablando de lo mucho que jugaría con otros niños, los juguetes molones que tendrían allí y lo bien que se lo pasaría con su profesora.
Esa mañana transcurrió según lo planeado: no le costó levantarse, desayunó muy bien, cogió la preciosa mochila que había elegido y nos fuimos los tres. Al llegar, noté que no se asustó al ver a tantos otros niños y su aula le pareció graciosísima porque vi enseguida sus ganas de entrar. Ella mostró una alegría y un aplomo que me pareció asombroso.
Nos dimos un abrazo y un beso, ambas con una sonrisa de oreja a oreja. Sin embargo yo solo tuve que traspasar la puerta para convertirme en un mar de lágrimas hasta un par de horas después. Sorprendentemente, el primer día de cole fue más duro para mi que para ella.
El primer día de su vida (y de la mía), separadas
Esa fue la primera frase que le dije a mi marido cuando me miró sorprendido al verme llorar de esa manera. No es fácil dejar a quien se ha convertido en el centro de tu vida y asimilar que va a empezar a vivir experiencias sin ti. Es duro empezar a ver, tal vez de forma un poco prematura, que los hijos no son de nuestra propiedad, sino personas independientes que algún día soltarán tu mano definitivamente.
Ese baño de realidad, después de tener a tu bebé 24x7 durante tres años, me causó una sensación de desasosiego brutal. Era una mezcla de miedo de que lo pasara mal, de tristeza por "despegarme" de mi pequeña de un día para otro y de soledad al sentir la casa tan silenciosa y tan vacía sin ella. Confieso que cuatro años después, cuando pienso en que algún día abandonará el nido definitivamente, las lágrimas vuelven a aparecer de forma inevitable.
El tiempo pasó y mi vida empezó de nuevo a tomar algo de la forma que tenía antes de que ella llegara, pero sigo recordando ese primer día de cole como uno de los más duros para mi. Se pasa, claro que se pasa, pero ese recuerdo quedó grabado en mi memoria para siempre y vuelve precisamente cuando le llevo cada año a su primer día de cole, como una advertencia silenciosa de que el tiempo se pasa volando y las etapas vienen y se van casi sin que te des cuenta.
Una semana después tuvo algún par de días regulares porque se dio cuenta que no iba a ser una cosa temporal, pero se adaptó enseguida e iba feliz al cole. Yo también, por supuesto, sobre todo al escucharle hablar de sus primeros amigos y de lo mucho que le gustaba jugar con ellos. Una prueba superada para las dos, en la que he comprobado una vez más que a veces nos cuesta más a nosotros acostumbrarnos a las nuevas situaciones que a ellos (como me ocurrió con los brazos).