Ya no recuerdas el tiempo que viviste con nosotros como hijo único, pero nosotros no lo olvidaremos jamás
El verano pasado escribí una entrada dedicada a mi hijo pequeño, Guim, en que explicaba que estaba en ese extraño momento en el que quería que creciera, pero quería que fuera siempre así.
Estos días me he dado cuenta de una cosa: el mayor, por ser el primero, es el que disfruta de papá y mamá de una manera más intensa pero, también por ser el primero, sale perdiendo con respecto al pequeño porque siempre será el último (Guim tiene ya cuatro, pero es el pequeñito, el que aún quiere brazos y al que aún le consentimos más que a los otros). Así que he querido dedicarle unas palabras para decirle esto: Jon, sé que tú no recuerdas el tiempo que viviste con nosotros como hijo único, pero nosotros no lo olvidaremos nunca.
Pero, ¿no es el primero el que tiene más suerte?
Eso se dice. Eso creemos. Eso nos dicen. Que el primero tiene mucha suerte porque tiene la exclusividad de mamá y de papá, a los dos dándole cariño, cuidándolo, preocupados por su presente y por su futuro y sintiéndose muy responsables de él: es cuando los padres somos más precavidos, cuando más preocupados estamos de su bienestar, cuando más fotos les hacemos, cuando más intentamos hacerlo bien, o muy bien, cuando más preguntamos a los demás, etc.
En ese sentido podríamos decir que sí, es el que más suerte tiene, porque es el único que tiene a sus padres, en sus primeros meses o años, de manera exclusiva.
Pero luego viene el segundo, y quizás el tercero
Entonces llega otro bebé a casa y el que era nuestro niño pasa a ser el hermano mayor. Y de repente lo vemos muy mayor en comparación al bebé. Y le hacemos crecer de golpe pidiéndole que sea más autónomo, más responsable, más... mayor. No es justo, en realidad, pero inconscientemente lo hacemos, porque tenemos que centrar nuestras mayores atenciones al bebé que acaba de llegar.
Y en nuestro caso pasaron los años y llegó Guim, el tercero. Y a partir de ese momento Jon, con 6 años, se tuvo que hacer a sí mismo. Claro que estábamos ahí, claro que seguíamos estando para él, pero ya era el hermano mayor de dos niños, y aunque los cuidados de un tercer hijo son mucho más relajados que con el primero y el segundo, porque ya no estás tan preocupado por todo y sabes que con el tiempo todo pasa, no dejan de ser tres en total y los ratos de exclusividad con cualquiera de ellos son prácticamente inexistentes.
Y olvidaste
Y un día me dio por preguntarte si recordabas algo de cuando eras bebé, de los tres años que papá, mamá y tú éramos toda la familia; cuando éramos solo tres. Y me dijiste que no, que no te acordabas de nada. Seguro que en realidad sí... seguro que explicando algún suceso eres capaz de hacer brotar algún recuerdo, pero así, a bote pronto, no recuerdas tus rabietas y nuestra paciencia, las horas de mamá dándote la teta agotada y llorando porque tenías frenillo, las horas de mamá paseándote por la ciudad por los caminos que querías, porque si no montabas unos pollos de cuidado, las primeras papillas, los primeros pasos, las primeras palabras ni los juegos conmigo, que ya no sabía ni qué inventar para entretenerte cuando eras capaz de dormirte a las doce o la una cuando yo habría llevado ya dos horas durmiendo.
Tampoco recuerdas los ratos en la cama, acariciándote el pelo, la frente, la espalda, como recurso para que te durmieras, a veces durante más de media hora, o a veces hasta que me despertaba de repente y me daba cuenta de que me había quedado dormido con mi mano aún sobre tu cabeza. Ni cómo perseguías a mamá como si fueras un satélite y por eso empezó a llamarte así: "mi pequeño satélite", siempre orbitando a su alrededor, siempre siguiéndola como si el mundo sin ella no tuviera ningún sentido.
Ni recuerdas que creciste en nuestros brazos y en la mochila, que no fue hasta los dos años que decidiste ir en cochecito sin quejarte, ni que tenías que ser tú el que le diera al botón del ascensor porque si no llorabas (y teníamos que dejar que se fuera para que lo llamaras tú), que no querías una galleta porque ya se había roto y querías que estuviera de una pieza, o que rechazabas la comida y cuando ya habíamos tirado las sobras nos la pedías otra vez, llorando porque ya no te la podías comer.
No recuerdas nada de lo que hicimos por ti, que fue mucho, que fue con todo el amor que supimos darte y del mejor modo que supimos hacerlo: siempre atentos a tus demandas, siempre atentos a tus necesidades, siempre contigo, porque ya eras uno más de la familia y merecías compartir nuestras vidas, y queríamos que lo hicieras.
Pero no importa, porque siempre hemos tenido claro que el amor, el sentirte cuidado, querido y acompañado es algo que no se recuerda en la mente, sino en el sentimiento. Siempre hemos sabido que aunque no recuerdes los hechos concretos, tu piel recuerda las caricias, tu cuerpo recuerda los brazos, tu boca el pecho de mamá cada vez que la necesitabas, y tu corazón el amor que te hemos dado siempre.
Pero no importa, porque nosotros jamás olvidaremos
Y además no importa porque no olvidaremos lo que acabamos de explicarte, ni olvidaremos que nos enseñaste a ser padres y a ser mejores personas. Porque pronto entendimos que para ser un buen padre tienes que ser una buena persona. Nos enseñaste que la vida se nos va de las manos por momentos, de lo rápido que sucede todo, y que tú no venías a adaptarte a este mundo insensible que no cuenta con las personas más que para aprovecharse de sus necesidades y sus carencias, sino que venías a darnos una segunda oportunidad.
No nos dejaste enseñarte apenas nada, porque tuviste claro desde el principio que no era así como querías crecer. Y nos enseñaste tú que los niños necesitan compañía por el día, pero también por las noches, y nos dijiste que teníamos que amarte, sin condiciones, a todas horas, siempre, para que así pudieras ser un buen día autónomo e independiente.
Nos enseñaste que con nosotros dormías mejor, porque lo normal es que un bebé busque seguridad. Nos enseñaste que en nuestros brazos estabas mejor, porque lo normal es que un bebé busque cariño y amor. Nos enseñaste a respetar tus tiempos, tus necesidades, tus ritmos, tus deseos, y a darte libertad para que fueras tú mismo. A acompañarte en vez de moldearte, a hablarte en vez de reñirte, a abrazarte en vez de ignorarte, a respirar en vez de castigarte.
Y así te convertiste en el hermano mayor, y asumiste tu nuevo papel con valentía, responsabilidad y sentido común. Supiste desde el principio que Aran, el nuevo bebé, nos necesitaba mucho, y te hiciste cargo de ello. Empezaste a pasar más tiempo conmigo, menos con mamá, y no te importó. Nos hiciste saber que no lo habíamos hecho tan mal, que algo habíamos hecho bien si con tres años eras capaz de entender que nuestro amor hacia ti no quedaba en duda al llegar tu hermano, y al demostrarnos que todo el tiempo que te habíamos dedicado, todos los brazos, todas las horas sin dormir, todos los juegos y todas las concesiones habían servido para hacerte un niño que se sentía querido.
Sólo espero que ahora, cuando apenas recuerdas esa época, sigas sintiéndote ese niño tan querido. Porque luego vino Guim y la cosa se complicó un poco con tantos en casa, y con los mayores teniendo cada vez más responsabilidades. Sólo espero eso, porque si así lo sientes, aunque no lo recuerdes, habrá valido la pena.
Gracias Jon, gracias. Iniciamos ahora el camino hacia la adolescencia, pues en enero cumplirás once años, pero qué quieres que te diga: cuando tenías dos o tres años me aterraba llegar a esa época y ahora que estamos a las puertas es tal la confianza que tengo en ti, es tal la confianza que tengo en nosotros (y eso que he metido la pata unas cuantas veces), que ya no me da miedo. Es solo un "venga Jon, vamos a por ello, que si hemos llegado hasta aquí, podemos con más... serás capaz de salir airoso. ¡Estoy seguro!".
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