Las consolas portátiles de videojuegos, y en especial la Nintendo DS, que tiene una cuota de mercado de un 70%, que seguro es mayor entre el público infantil, son uno de los mayores entretenimientos de los niños.
En el CAP (Centro de Atención Primaria) en el que trabajo es habitual ver a niños en la sala de espera jugando con su consola. También he visto niños con ellas en restaurantes, en la calle, comprando con sus padres en un supermercado, etc.
El último niño al que vi con la consola encendida “dale que te pego" (aparte de mi hijo en casa) fue uno al que vacuné hace unos días. Fue tan complicado hacerle separar la vista de la consola que me pregunté: la Nintendo DS ¿a todas partes?
Las consolas no son el demonio, ni mucho menos. A los niños les encantan y en principio, si son capaces de gestionar por sí mismos el tiempo o si el hecho de jugar con videojuegos no les quita tiempo para relacionarse con otros niños, para jugar a otras cosas o simplemente para hacer vida familiar, no debería haber ningún problema con ellas, puesto que tanto los niños como los adultos tenemos que poder jugar a algo simplemente para divertirnos, sin buscar un aprendizaje secundario, un desarrollo cerebral superior o alguno de los objetivos que vienen implícitos en los juegos educativos que tanto nos gustan a los padres hoy en día.
Ahora bien, ¿dónde está el límite entre el rato que podríamos considerar óptimo y un tiempo excesivo que podría afectar a las relaciones con los demás?
El niño del que os acabo de hablar entró a la consulta acompañado de su madre para que le pusiera una vacuna hiposensibilizante (vacuna de la alergia que se pone periódicamente y tras la cual tienen que esperar media hora en la sala de espera para valorar una posible reacción anafiláctica).
Les saludé al entrar y me contestó la madre, pero no el niño, que entró jugando su partida. El hecho de saludar o no lo considero superfluo, los niños siempre van acompañados de sus madres o padres y como somos los adultos los que solemos hablar ellos suelen no hacerlo.
Se sentaron, empecé a preparar la vacuna y la madre le pidió que dejara la consola. El niño no lo hizo y sólo levantó la mirada cuando le fui a vacunar, básicamente para cerrar los ojos y soportar el dolor del pinchazo.
Acto seguido siguió jugando mientras salían de la consulta en dirección a la sala de espera.
Media hora después me acerqué para que me enseñara el brazo y valorar la posible reacción y le dije: “a ver, enséñame el brazo". Esperé a que se levantara la manga y me mostrara el sitio en que le había pinchado. No lo hizo, aunque sí acercó su brazo hacia mí, sin levantar las manos de los controles de su Nintendo DS.
“Venga hombre, ¿hasta la manga te tengo que levantar?", le pregunté con sorna (que no enfado) mientras se la levantaba. Observé que no había reacción alguna y me contestó: “Siií", sin demasiado convencimiento y quizá sin saber si debía o no responder a mi pregunta.
El caso es que valorando la escena al completo, me pregunté hasta qué punto debemos permitir que los niños vivan cabizbajos con la vista puesta en una pantalla.
Como he dicho he visto niños en un restaurante, comiendo con sus familias, consola en mano y siempre he pensado lo mismo: con el poco tiempo que pasan los hijos con sus padres (y viceversa), ¿qué hacen un sábado comiendo fuera con la consola?
Pienso que hay muchos momentos a lo largo del día para jugar un rato con la Nintendo DS (y si algún día no se juega tampoco pasa nada), como para perder las formas ante los demás (si alguien se dirige a ti, alza la mirada y atiéndele) y como para perder las oportunidades de aprender a saborear el entorno con la vista y de dialogar un poco con la familia.
Un restaurante es un momento ideal para hablar todos, para explicar y escuchar, para observar el comportamiento de otras personas, de los camareros, la decoración del restaurante, el sabor de los platos que nos sirven, etc.
La visita con el enfermero es un buen momento para pasar treinta minutos hablando con tu madre de lo que has hecho ese día y escucharla a ella contarte lo que ha hecho ella.
Tampoco es que pase nada por llevarse la consola, pero yo como padre sí pondría freno si mi hijo perdiera la capacidad para relacionarse con otras personas y contestara sin levantar la mirada de la pantalla.
Quizás parte del problema esté en los padres y madres, que no ayudan a hacer de los momentos en familia instantes de comunicación y de felicidad. Quizás hasta se aburren con sus padres y por eso se llevan la consola. No sé, ¿qué pensáis al respecto?
De momento, en mi casa, existe una norma no escrita (ni verbalizada, de momento), que dice que la Nintendo DS, aunque sea portátil, no sale a la calle.
Fotos | Flickr (ffg), Flickr (Seth W.)
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