La forma que tenemos de comunicarnos con nuestros hijos influye mucho en su desarrollo psicológico. Así, los niños que reciben comentarios positivos, que son tratados con respeto y amor, y que dialogan en un ambiente abierto y de confianza desarrollarán habilidades y una autoestima más fuerte y sana.
Por eso es tan importante ser conscientes de cómo nos comunicamos con los niños, y huir de todas aquellas prácticas que nos desconectan de ellos, que no sirven para educar y que además les provocan malestar.
Los sermones son una de estás prácticas comunicativas que debemos evitar. Te explicamos por qué.
¿Qué es sermonear y por qué los adultos lo hacemos constantemente?
La palabra sermonear tiene dos significados. Por un lado, hace referencia a predicar un discurso de contenido moral, y por otro lado significaría amonestar y reprender.
Quizá la experiencia que nos da la edad, la diversidad de situaciones vividas o el aprendizaje de los fallos cometidos hacen que los padres tendamos a sermonear con demasiada frecuencia a nuestros hijos.
Cuando creemos que llevamos razón, sermoneamos con la intención de dar una lección de moralidad (para enseñarles acerca de algo, prevenirles, informarles desde una posición de superioridad...), aunque otras veces recurrimos al sermón para corregir su comportamiento o reprocharles una actitud.
Quizá pienses que el sermón es una forma eficaz de educar a tu hijo, especialmente si se trata de un sermón bienintencionado. Pero lo cierto es que esta técnica de comunicación no solo no es efectiva, sino que siembra desconfianza y nos aleja de los hijos.
Por qué los sermones no educan y nos desconectan de los hijos
Si hablamos nosotros, no les escuchamos a ellos
Si solo hablamos los adultos, sermoneando sin parar sobre lo bueno y lo malo, reprochando el comportamiento del niño o lanzando en bucle juicios morales, estaremos dando de lado sus necesidades en ese momento.
La comunicación positiva con los hijos pasa por prestar atención plena a sus palabras, preguntar para que sean ellos quienes nos cuenten a nosotros (es decir, mostrar curiosidad por lo que ha ocurrido), mirarles a los ojos y permitir que se expresen libremente y sin cortapisas.
Por el contrario, no mostrar interés en lo que nuestro hijo tiene que contarnos, no dándoles siquiera la oportunidad de expresarse denota una absoluta falta de conexión.
Mayor riesgo de caer en faltas de respeto
Aunque nuestra idea inicial sea la de dar un sermón bienintencionado, lo cierto es que los propios motivos que nos llevan a sermonear elevan el riesgo de que la comunicación acabe siendo totalmente irrespetuosa.
Y es que por lo general, los sermones suelen conllevar una elevación del tono de voz, un lenguaje no verbal en ocasiones amedrentador (elevamos las manos, agitamos los brazos, alteramos la expresión del rostro...) y el uso de frases que pueden dañar la autoestima del niño.
Los niños pierden la atención
Los niños, especialmente los más pequeños, no son capaces de mantener su atención de forma continuada y durante mucho tiempo. Por eso, si queremos estar seguros de que el mensaje que estamos transmitiendo les llega, hemos de ser directos, aportar ideas claras y utilizar pocas palabras.
Los sermones aburren
Admitámoslo: estar ante una persona que monopoliza una conversación y habla sin parar (muchas veces incluso diciendo lo mismo de forma diferente) es sumamente aburrido.
En una comunicación fluida todas las partes deberían tener el mismo peso participativo, escucharse unos a otros, exponer sus ideas e intereses, expresar emociones... Solo de esta forma el diálogo resulta enriquecedor.
Provoca sentimientos de inferioridad
Como veíamos al inicio, sermonear es una práctica autoritaria que deja constancia de nuestra superioridad con respecto al niño ("yo se más que tú, así que te voy a dar una charla que tienes que escuchar").
Pero ya hemos hablado en otras ocasiones que cuando la relación con los hijos deja de ser horizontal para pasar a ser vertical, no solo nos alejamos de ellos, sino que su autoestima y seguridad también se ven dañadas, pues no les estamos permitiendo crecer y desarrollar libre e íntegramente.
Por el contrario, una crianza democrática en donde la voz del niño sea escuchada y valorada le permitirá desarrollar una autoestima sana al tiempo que favorece nuestros vínculos.
Los sermones nos "desconectan" de nuestros hijos
A medida que los niños crecen y se adentran en la adolescencia, es más fácil todavía caer en prácticas erróneas que nos separen de ellos, nos desconecten y nos hagan perder la confianza.
En este sentido, caer en sermones puede provocarles sentimientos negativos que se interpongan en nuestra comunicación, como resentimiento, indefensión o desconfianza ("mis padres se creen más listos que yo", "ya están con sus sermones de siempre", "me aburren cuando se ponen así", "paso de mis padres, siempre están igual"...).
No permitimos al niño desarrollar habilidades y aprender
Cuando el adulto toma el control de la palabra y lanza un sermón al niño (ya sea a modo de reprimenda o como discurso moral), no le está permitiendo desarrollar habilidades tan importantes como la autocrítica (la capacidad de juzgar y valorar mis propios actos), la reflexión (ya hay otra persona que está reflexionando por mí) y la capacidad para llegar a sus propias conclusiones.
En este sentido es importante que los niños tengan la posibilidad de analizar lo que ha sucedido, darse cuenta por sí mismos del error y tratar de repararlo buscando soluciones respetuosas para todos. Los adultos debemos acompañarles y ayudarles durante este importante proceso de aprendizaje, pero en ningún caso monopolizar la situación impidiendo que puedan crecer y desarrollarse como personas.
Pero debemos procurar hablar poco y escuchar más, asegurándonos de que nuestros mensajes sean breves y directos, y fomentando la participación de nuestros hijos mediante preguntas de curiosidad, escucha activa y acompañamiento emocional.
Foto de portada | Yan Krukov en Pexels