Podríamos decir que todos los niños son 'intensos' por naturaleza, pues al ser puramente emocionales y sensitivos, todo lo viven y reflejan con una pasión contagiosa.
Pero a raíz de convertirme en madre por tercera vez es cuando descubrí que hay diferentes grados de percibir el mundo y vivir las emociones, y que aunque por naturaleza los niños tiendan a ser 'apasionados' en su sentir, los hay que sobrepasan los límites a los que habitualmente estamos acostumbrados.
Cuando las emociones de tu hijo son tan intensas que te desbordan
La etapa de bebé de mi hijo no difirió mucho a la de sus dos hermanos. Los tres fueron criados con apego, amamantados y porteados, por lo que durante su primer año de vida fuimos prácticamente una sola piel.
Y comento esto porque realmente no puedo afirmar con rotundidad si ya desde bebé mi hijo demandaba con más intensidad que sus hermanos, pues día y noche le tenía pegadito a mi pecho, y su actitud era siempre muy sosegada.
Sin embargo, a raíz de cumplir los dos años comenzó a entrar en una fase de emociones desbordadas.
Cuando algo le molestaba o le irritaba lloraba con todo su alma. Sus llantos no eran berrinches de pocos minutos que cesaban con un abrazo, sino estallidos inconsolables que acababan generándome una gran impotencia por no saber cómo calmarle.
Lo peor de aquello era presenciar cómo se quedaba sin respiración durante eternos segundos a causa del llanto enrabietado, o cómo la frustración le llevaba en ocasiones a tirarse al suelo sin importarle si en la caída se golpeaba o se hacía daño.
Pero cuando reía o estaba contento también le ocurría lo mismo. Su risa explosiva, nerviosa y contagiosa lo llenaba todo, e incluso había veces en las que esa alegría y emoción desbordada le impedían relajarse o conciliar el sueño.
Al comenzar el colegio con tres años, empezó a ser frecuente en él los estallidos emocionales sin aparente motivo cuando le recogía, o sus momentos de irritación a la entrada y salida del centro, cuando aumentaba el trasiego de gente y los coches se apelotonaban haciendo sonar el claxon.
Al principio pensaba que aquellos cambios en su comportamiento se debían a la etapa del desarrollo en la que se encontraba, y en la que los niños empiezan a descubrir que son personas independientes y con capacidad de decisión.
Pero aunque tenía muy claro que no hay dos niños iguales (ni si quiera en el caso de los hermanos que reciben la misma educación), confieso que sus emociones extremas me pillaban completamente por sorpresa, pues jamás había vivido una situación similar con mis otros hijos.
Conociendo a mi hijo
A menudo, cuando hablaba con otras madres sobre este tema me sentía incomprendida, pues aunque en mi ánimo no estaba (¡ni mucho menos!) comparar a mi hijo con otros niños, me daba cuenta enseguida de las sustanciales diferencias que marcaban su forma de actuar o expresarse en ciertos momentos.
Y es que, sin restar importancia a las complicadas etapas que a veces atravesamos los padres con la crianza, cada vez tenía más claro aquello que estaba viviendo con mi niño no eran las clásicas rabietas de los dos o tres años.
A medida que mi hijo ha ido creciendo, me he ido dando cuenta de que no solo lleva mal los ambientes multitudinarios, el exceso de ruido o los cambios inesperados de rutina, sino también otros aspectos más mundanos como tener una chinita en el zapato, el roce de la etiqueta de una prenda de ropa o mancharse los pies de arena en la playa.
Otra de las cosas que me llama poderosamente la atención es la sensibilidad que demuestra hacia el arte, la literatura y la música desde que tiene uso de razón.
Así, no es difícil verle derramar alguna lágrima durante la lectura de un cuento en el que el protagonista vive situaciones difíciles o cuando escucha el punteo desgarrado de una canción. También disfruta con el arte, observando con gran minuciosidad los colores y detalles de cuadros como 'Las Meninas' de Velázquez, 'La noche estrellada' de Van Gogh o 'La Gioconda' de Leonardo.
Aunque he de confesar que hubo un momento en el que me encontré completamente perdida, desbordada y sin saber cómo acompañar esa intensidad emocional, con el tiempo he ido aprendiendo a manejar este tipo de situaciones y a entender lo importante que es para él tener sus momentos de espacio y recogimiento.
Hijos altamente sensibles; un regalo de la vida
Cuando en busca de respuestas caí en la web de la Asociación Española de Personas con Alta Sensibilidad (APASE), todo comenzó a encajar como si de un puzle se tratara.
Y es que, aunque en ningún momento pretendía poner una etiqueta a mi hijo, para mí fue un antes y un después entender que había formas diferentes de percibir el mundo; algo así como una "superdotación" a la hora de sentir y vivir las emociones.
La alta sensibilidad es un rasgo de la personalidad presente en dos de cada diez personas, con independencia de su sexo. Se describe como una característica hereditaria que afecta a un mayor desarrollo del sistema neuro-sensorial.
Según la APASE, las personas con este rasgo de personalidad poseen un sistema neuro-sensorial más fino y desarrollado que la mayoría de la gente, lo que les lleva a "sentir" (en el amplio contexto de la palabra) de forma más intensa.
Los niños con alta sensibilidad perciben gran cantidad de estímulos (visuales, sensoriales, auditivos...) que a menudo pueden llegar a desbordarles y a generarles ansiedad. También muestran alta emocionalidad y empatía, lo que les lleva a sufrir constantemente por las injusticias y el dolor ajeno.
Curiosamente, conocer más en profundidad a mi hijo me hizo darme cuenta de que yo también soy una persona altamente sensible, a pesar de que nunca había reparado en ello.
Siempre he sido muy curiosa, y con la necesidad de conocer todos los detalles del mundo que me rodea. Mis sentidos están permanentemente en alerta, y en ocasiones, esa hipersensibilidad sensorial llega a molestarme. También me considero una persona sumamente emocional, y si bien como adulta poseo herramientas para gestionar esas emociones, he de reconocer que a veces llegan a desbordarme.
Así pues, conocer a mi hijo me ha ayudado a conocerme mejor a mí misma, y esto nos ha servido a ambos para 'conectar' de una forma profunda. Ahora entiendo mejor que nadie sus emociones, sus sentimientos y su forma de ver el mundo, y esto sin duda influye de manera positiva en nuestra convivencia y en nuestra relación.
Pero además, criar a un niño de alta intensidad emocional es tener la oportunidad de vivir la vida de forma intensa y plena, apreciando todos los detalles del mundo a través de sus sentidos.
Ahora mi peque tiene seis años, y aunque su alta intensidad emocional y su alta sensibilidad siguen estando ahí y lo estarán toda la vida, conocer sus valiosas peculiaridades me ha permitido dotarle de las herramientas adecuadas para enfrentarse a momentos que para él son complicados, así como ayudarle desde una perspectiva diferente.
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