Si has conocido a alguien y esperas que tras leer este post vas salir convencida de que es fácil construir una nueva familia con sus hijos y los tuyos, siento llevarte la contraria. Por supuesto que merece la pena, claro que es factible, pero implica sortear piedras en el camino y alguna que otra lágrima que te lleva incluso a pensar en tirar la toalla.
Pero esa es mi experiencia en la creación de una nueva familia ensamblada. La tuya puede funcionar sin contratiempos. No cabe duda de que cada uno de nosotros somos diferentes y no nos enfrentamos de igual forma a los nuevos retos de la vida. En mi caso el riesgo merecía el esfuerzo y hoy somos una familia numerosa, ¿perfecta? No creo en ese término, pero sí somos una familia y eso ya es mucho.
Abrir la mente y el corazón
Cuando una relación termina, bien porque el amor se acaba o porque uno de los dos miembros fallece (mi experiencia), la idea de conocer a alguien se convierte en una idea muy lejana e imposible. Pero el reto aún es mayor si además tienes hijos pequeños que ocupan todo tu tiempo y estás tan triste que cuesta levantarse cada mañana.
Esa era mi realidad cuando el padre de mis hijos falleció. Lo que menos se me pasaba por la cabeza era “sustituirle”. ¡Bastante tenía con seguir adelante, trabajar, cuidar de mis hijos y procurar que notasen la pérdida de su padre lo menos posible!
Pero sin buscarle, como suceden las mejores cosas de nuestras vidas, llegó. Nos conocíamos del parque infantil, por amigos comunes, incluso cuando aún los dos teníamos pareja. Y allí seguimos viéndonos cuando él se divorció y yo logré levantar la cabeza del suelo y mirar al frente.
Me considero una privilegiada. Hay gente que pasa por esta vida sin conocer el amor y yo he tenido la suerte de que me quieran no solo una, sino dos veces, y además dos personas maravillosas que han sido y son padres maravillosos para mis hijos.
Mi hija mayor conocía a Juan desde muy pequeña y parecía que se sentía muy cómoda con él y se reía mucho a su lado. De hecho, varios padres del parque hacíamos planes en común: íbamos juntos con ellos al cine, a exposiciones o a comer fuera. Y en alguna ocasión el pequeño también se había quedado a su cuidado mientras entraba al súper a comprar alguna cosilla.
Pero todo cambió cuando quise explicar a Kenya que habíamos empezado a vernos los dos a solas. Comenzó a gritar, a decir que le odiaba que ya tenía un padre y que no quería otro. Hay que entender que estaba en plena pre-adolescencia, en una edad difícil de por sí. Por fortuna, al día siguiente hablaron y como adulto le explicó que no pretendía ser su padre en absoluto, que no habíamos cómo iba a evolucionar la relación, pero que de momento poco iba a cambiar.
A partir de ahí, todo se precipitó. No sé si a las demás madres de familias monoparentales les habrá pasado lo mismo, pero yo no tenía tiempo ni opciones para “llevar un noviazgo” tradicional. Todos los días tenía que llevar a los niños al cole, recogerles, dejarles en extraescolares, apoyarles con sus deberes, baños, comidas, cenas... y sin apoyo familiar en Madrid, ya que mis padres viven fuera.
Así que enseguida decidimos lanzarnos a la piscina y que se viniera a vivir con nosotros, cuando nunca se había quedado a dormir con mis hijos en casa. Cierto que todo fue muy rápido, pero decidí hacer oídos sordos a las críticas que me tachaban de loca, egoista, insensible, que no pensaba en los niños... Mi vida era mía y nadie podía vivirla por mí.
Sus hijos pasaron a ser parte de nuestra vida
Comenzábamos una etapa muy diferente en nuestra vida, así que tocaba explicar a sus dos hijos y a los dos míos los cambios que se avecinaban. Su hija Miryan era mayor y vivía con su madre, por lo que incluso se alegró de que estuviéramos juntos.
También Juan habló con su ex-mujer para comunicarle nuestra decisión y pedirle que observara posibles cambios de actitud en sus hijos. Porque Fer, también adolescente, estaba muy apegado a su padre. Para él también fue difícil porque se sentía desplazado del tiempo exclusivo con su padre. Así que, como iba a un colegio cercano a casa y yo trabajaba en casa, decidimos que vinera todos los días a comer y después se quedara a hacer los deberes.
Para que nuestros hijos se sintieran cómodos, reformamos la casa: creamos un dormitorio nuevo para Juan y para mí, para desligarlo del cuarto donde antes dormía su padre, y decoramos sus nuevos dormitorios, incluyendo ya a Fer, en la misma habitación de Yago (quien entonces terminaba de cumplir 5 años), con su propio espacio en el armario y rincón de estudio. Miryan podía dormir en la habitación con Kenya, si quería.
Fue su hermano quien empezó a pasar el día entero en casa y a quedarse a dormir cada vez más a menudo. Tenían custodia compartida, por lo que el niño decidía con quién quería estar en cada momento y parecía que sentía cómodo en la nueva familia que estábamos creando.
Para mi sorpresa, mis hijos abrieron sin problema las puertas de su casa a los nuevos integrantes: Fer se convirtió en uno más y venía con nosotros en vacaciones, reuniones y fiestas familiares, fines de semana al pueblo...
Mis hijos comenzaron a referirse a él ya como su “hermanastro”, pero nunca como término despectivo, aunque tardaron más en otorgarle el título de “padrastro” a Juan.
Para mis sobrinas, era su primo y mis amigos enseguida entendieron que tenía un hijo más que iba con nosotros a todas partes. Literal: a todas partes.
Con él viví sus problemas académicos, sus primeros amores y desengaños y, por medias, conversaciones angustiosas porque no se sentía bien, no le gustaba su vida, porque su padre dedicaba mucho tiempo a mi hijo pequeño “como si fuera su padre” cuando “solo era el suyo”.
Y los celos no solo existían con el pequeño. ¿Quién dijo que iba a ser fácil? Aunque por edad se integraron en una misma pandilla en el pueblo, aunque en vacaciones fuera de España hacían planes juntos por afinidad y, aunque intuíamos que se querían, la relación entre ellos no era sencilla.
¿Culpa mía? Puede ser. Cuando Juan, Miryan y Fer llegaron a nuestras vidas, los padres ya teníamos una forma de educar a nuestros hijos, diferentes realidades económicas, y no coincidían. ¡Lógico! Y los hijos de Juan no comprendían por qué los míos parecían disfrutar de más oportunidades. Cómo explicarles que mientras unos tienen madre y padre que les educan juntos, otros solo tienen una progenitora que piensa que la educación es el legado más importante que puede dejar a sus hijos, en lugar de regalarles tecnología.
“Tú no eres nadie para decirme qué tengo que hacer”
Tampoco mi hija entendía por qué si ella sacaba un 8 en una asignatura le recriminábamos que no había estudiado suficiente y que, si “su hermanastro” sacaba un 5, le aplaudíamos. O porque ellos solo se iban de vacaciones con nosotros y Fer se iba dos veces, porque también salía con su madre.
Pero quizás los conflictos más duros tuvieron lugar a causa de la temida adolescencia. ¿A quién le sorprende la frase “tú no eres nadie para decirme lo que tengo que hacer”? Efectivamente, muchos de nosotros se la soltamos a bocajarro a nuestros padres y otros tantos hemos tenido que escucharla de boca de nuestros hijos.
Pues cuando intenta que entres en razón, cuando además no es tu padre, el tema es aún más complicado. Porque, claro está, Juan no era su padre y, Kenya le recordaba que no era nadie para ordenarle.
A Juan se le caían las lágrimas, porque no sabía cómo acercarse a ella. Le aseguraba una y mil veces que no pretendía sustituir a su padre, pero que éramos una familia y había que respetar unas normas, que le quería y que se preocupaba por su bienestar, porque fuera feliz. Que su padre velaba por ellos desde el cielo (mis hijos creían en Dios) y él quería hacerlo desde la tierra.
Así que pasamos por una época muy complicada: con Fer entrando y saliendo de casa a su antojo, dejándonos con un vacío enorme cuando decidía irse con su madre a vivir y descolocando toda nuestra vida cuando volvía "para quedarse".
Por su parte, Miryan venía desde el principio los fines de semana a comer con su novio, cuando su padre no tenía turno de trabajo, y de vez en cuando quedaban ellos dos solos a desayunar entre semana y así hablar de sus cosas. Ya vive sola con su pareja y procuramos seguir viéndonos al menos dos veces al mes.
En cuanto a Yago, era un bebé cuando su padre falleció, por lo que fue el que mejor aceptó la nueva situación. De repente dejó de ser el niño raro de clase que no tenía padre y pronto incorporó a Juan en su rutina. Aunque nunca le ha llamado papá, sí le ve y trata como tal. Para Juan, tanto él como su hermana son sus hijos, y habla de ellos con amor y orgullo.
También Fer es su hermano mayor cien por cien, en quien se refleja, a quien quiere parecerse. Por lo que cuando no está con nosotros o parece olvidarnos, sufre y mucho, porque le echa en falta.
También su padre y yo sufrimos por su ausencia. Ha vuelto a vivir con su madre, ha dejado de venir todos los días a casa, y pasa épocas de tenernos en su vida a alejarnos. Para mí es mi hijo mayor y, como tal, duele que te trate con indiferencia y se le olvida que le he bañado, cuidado cuando ha estado enfermo, llorado y reído con él...
Aun así, creo que entre todos hemos creado una bonita y gran familia que, como todas, tiene desacuerdos y vive etapas más tranquilas y otras más conflictivas.
Aún hoy siguen en el salón las mismas fotos de Arturo, el padre de mis hijos, que había cuando falleció. Solo hemos ido incorporando otras a medida que la familia ha ido creciendo. Y todos los que aparecen en las imágenes somos parte de nuestra familia, la que hemos construido entre todos, con dificultades, pero siempre con mucha ilusión. Nuestra casa, siempre está llena de gente, y me encanta.
Espero que mi experiencia te hayas servido para entender una realidad, que no tiene por qué ser igual a la tuya, pero que te haga pensar que merece la pena intentarlo, dar una oportunidad (o muchas) a tu nueva familia. ¿No estás de acuerdo?
Fotos | iStock
En Bebés y Más | Familia numerosa: qué tipos existen y requisitos para obtener tu título , Vivir la adolescencia en plena pandemia: una psicóloga nos explica cómo les afecta la nueva realidad