Hace tres días leía en El Norte de Castilla un escrito del psicólogo Carlos Pajuelo hablando de cómo los padres de hoy en día hipercelebramos cualquier acontecimiento de la vida de nuestros hijos. Me pareció una reflexión tan acertada que he querido explicarlo desde mi punto de vista de padre que cuando ve una invitación de fiesta empieza a notar que le sube la urticaria mientras valora qué es mejor, si perderla sin querer, tratar de ocupar al niño con otro evento ese día o simplemente hacer de poli malo y decirle que va a ser que no.
Y es que, quizás porque piensan que es una buena manera de valorar sus logros, o porque de verdad creen que sus hijos son especiales (todos son especiales, me refiero a especiales por encima de los demás niños), o porque creen que si no lo hacen sus hijos les odiarán siempre, muchos padres preparan fiestas infantiles para todo, hasta el exceso, sin que sea realmente positivo para ellos ni para nuestras carteras: ¿De verdad hay que celebrar con fiestas todo lo que hacen nuestros hijos? ¿Y de verdad hay que celebrarlo así?
Una fiesta para todo
Los padres más exagerados hacen una fiesta para todo. Si es el día del cumpleaños, obviamente, si es el día de su santo, si ha sacado buenas notas, que se acaba el curso, que es San Valentín, que es el día de no sé qué, que han acabado el ciclo de educación infantil, la entrada al colegio, la despedida de curso, vamos a celebrar que hoy habéis ganado el partido, ese examen que has aprobado, etc. Y así los niños van de fiesta en fiesta, unas más grandes, otras más pequeñas, celebrando eventos que en realidad son rutinarios.
Otros padres un poco menos celebradores se limitan al cumpleaños y poco más. Y aquí entonces la cuestión depende del tipo de fiesta que se haga. Los hay que lo celebran con los niños del cole, con los niños de las extraescolares, con los primos, con... y, o hacen más de una fiesta, o te montan un fiestorro que al final hay decenas de personas para celebrar el cumpleaños de un niño de 3 o 4 años, que en muchas ocasiones ni siquiera se lo pasa bien.
Yo he visto niños llorando en su fiesta de cumpleaños, y a su lado unos padres totalmente desbordados por intentar que sea todo perfecto, sin disfrutar ni de la fiesta, ni de su hijo, que está sobrepasado porque ahora toca jugar, ahora toca merendar, ahora el pastel, ahora las velas, ahora hazte unas fotos con los niños, y ahora siéntate aquí que más de 20 o 30 niños van a hacer una cola inacabable para darte cada uno el regalo que te traen, sin saber muchos ni qué hay debajo del papel que lo envuelve.
Y espérate, porque te invitan los de la clase de tu hijo, pero a veces, por afinidad, también los de la otra clase (hay colegios con más de una línea). Esto no se acaba nunca. Y claro, "como me invitó a su fiesta, yo le tendré que invitar a la mía...", y al final tienes a unas 30-40 familias repitiendo cada semana o cada dos (porque cumpleaños hay mogollón), de fiesta en fiesta, que resulta que los niños tienen más vida social que nosotros los adultos.
Y si como yo, tienes tres hijos, empiezas a valorar el suicidio, o hacer buena la frase de "más vale una vez rojo que ciento amarillo": les dejas claro en el grupo de WhatsApp, o de viva voz, que no vas a ir a ninguna fiesta, a menos que se unifiquen tanto las fiestas como los regalos, para que varios niños celebren un cumpleaños el mismo día y los regalos se compren entre todos. Que ni yo quiero ni puedo comprar 30-40 regalos, ni un niño debería recibirlos.
Los riesgos de celebrar lo cotidiano
¿Por qué evitarlo? Pues como dice Pajuelo, porque lo normal, lo cotidiano, no hace falta celebrarlo. Y menos de un modo demasiado ostentoso. Claro que se puede y se debe celebrar un cumpleaños, pero es suficiente con juntar a los niños más allegados, darle un detalle entre todos, montar una merienda y que jueguen. Es su día especial, y eso ya lo hace especial.
El resto de días, vida normal. Si lo celebramos todo acaban por creer que les tenemos que regalar cosas a todas horas, como si el funcionamiento de la sociedad fuera este: proveer a los niños de juguetes, disfrute y divertimento a la mínima ocasión.
Si además, todo consiste en gastar el dinero, el mensaje tampoco es muy afortunado: la felicidad no se compra. La felicidad llega desde una posición de valorar lo que tienes y lo que consigues en tu día a día. Los logros, los éxitos, el ser capaz de relacionarte con otras personas que te tienen en alta estima, saber ayudarles, hacerles favores, y recibirlos. Y de vez en cuando, disfrutar de los momentos de ocio. Si lo reducimos todo al celebrar por celebrar, igual nos estamos saltando todo lo otro, y les hacemos creer que su adolescencia tiene que ir por los mismos derroteros: de fiesta en fiesta, y a gastar dinero.
En definitiva, lo que debe prevalecer y los niños tienen que saber valorar son las ganas y la ilusión de estar con otros niños y jugar con ellos, y no todo lo que a través de artificio decora los momentos, para luego inmortalizarlos en fotografías o vídeos. Vale más que quede grabado en la mente de los niños porque lo pasaron genial, que porque todo fue bonito y lleno de regalos y quedó en el móvil. Y ya sabéis que los niños no necesitan mucho para pasarlo bien: nuestra propia infancia lo corrobora.
Fotos | iStock
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