Por qué no podemos ser padres perfectos

Hace dos años, con motivo del Día del Padre escribí una entrada en la que explicaba la diferencia, clara, entre el padre que iba a ser antes de tener hijos y el padre que acabé siendo. Como expliqué, mi intención, o mi legado, era simplemente hacer lo que había visto hacer y lo que me parecía lógico.

Por suerte, la madre de las criaturas y mis mismos hijos tenían mucho que decir en este tema y lograron, entre todos, que fuera un padre muy diferente. Puse todo mi empeño en hacerlo bien, mis energías y mis ganas de cambiar el mundo a través de mis hijos, porque ya se sabe que a veces basta cambiar uno mismo para promover en cierto modo un cambio mayor. Por un tiempo creí ser un padre perfecto, pero el tiempo lo pone todo en su sitio y por eso os voy a explicar hoy por qué no podemos ser padres perfectos, por qué no logré serlo y por qué no tenemos que intentar serlo.

Por que llegué a creer que era un padre perfecto

Me considero una persona honrada, humilde y respetuosa, si bien es cierto que, como explico, yo pensaba que los niños eran fieras indomables que debíamos tratar de doblegar desde el principio para lograr la obediencia y el servilismo. Bien, probablemente una vez tuviera a mis hijos todo quedara en el concepto y a la práctica no fuera tan autoritario como lo vendo, pero sí iba yo a tener bastante de lo visto en casa.

Rompí esa cadena de transmisión y bloqueé el paso del estilo de crianza autoritario para dar rienda suelta a un estilo más tranquilo, dialogante, paciente y respetuoso. Algo así como ser yo mismo con mis hijos, mostrándome tal cual, hablando con ellos como quien habla con un conocido y explicando las cosas para buscar la reflexión. Algo así como "no tengo por qué decirte cuál es la conclusión a la que tienes que llegar, pero puedo ayudarte a llegar a una conclusión".

Obviamente los niños, niños son, y al principio vale mucho más la paciencia y la mano izquierda, o sea, la imaginación y la creatividad para capear temporales de aúpa, rabietas y acciones que los adultos difícilmente entendemos. Pero ahí estuve yo, con mi paciencia, mis palabras y mi temple habitual para tratar de adaptarme a la manera de ser de mi hijo y conocernos más, cogernos confianza y llevarnos cada vez mejor.

Vino luego el segundo, Aran, y todo siguió igual, más o menos, porque donde cabe un niño, cabe otro. Jon tenía ya casi tres años y en cierto modo todo era un poco más fácil, y el pequeño, pues se tuvo que ir amoldando a la vida que llevábamos y nosotros tratamos de hacerle un hueco para que se sintiera uno más enseguida.

Una vida casi idílica con papá, mamá, Jon y Aran, y yo con la misma intensidad y las mismas ganas a la hora de defender mi estilo de crianza, de hablar de ello, de pregonar que el mundo sería mucho mejor si empezáramos a tratar a los niños, el futuro, como merecen, es decir, con respeto, y de explicar que cuanto más tiempo pasamos con ellos, mejores personas son. Lo creía entonces y lo sigo creyendo ahora, ojo, porque todo eso no ha cambiado. El que ha cambiado soy yo, o quizás lo que cambió fue la situación.

Pero yo no soy un padre perfecto

Se puede decir que un buen día abrí los ojos. Esperaba yo que, como padre perfecto que creía ser (o al menos el padre perfecto para mis hijos), mi trabajo, mi intensidad, mi paciencia y mi temple se vieran reflejados en la manera de ser de mis hijos. Estaba poniendo toda mi vida en ellos.

Llegó entonces Guim y fue cuando el trabajo se multiplicó. Éramos dos adultos para tres niños y, aunque Jon tenía ya 6 años, distaba mucho de ser completamente autónomo e independiente y, lógicamente, tampoco queríamos que lo fuera, si con autónomo e independiente nos referimos a un niño que no nos necesita para nada, ni siquiera emocionalmente (que es lo que mucha gente busca cuando trata de que sus hijos sean así).

El mayor y el mediano crecieron cada vez más, el pequeño daba el trabajo que da un bebé y en cierto modo llegaron nervios, tensiones y pilotos automáticos. Hablé de ello el pasado verano cuando pregunté si era posible la crianza con apego con tres hijos o más, porque en más de una ocasión la paciencia se agotó, en más de una ocasión emergió el padre que iba a ser y no fui, pero que no estaba eliminado, sino latente y en más de una ocasión me vi gritando a mis hijos y haciendo amenazas absurdas. Todo porque ellos parecían no ser lo que yo esperaba que fueran. O quizás porque me di cuenta de que cuanto ellos más crecían, menor era la posibilidad de llevar el control.

"Oh, no... me estoy convirtiendo en mi padre", me decía para mis adentros. "Acabaré siendo como el padre que nunca quise ser". Bueno, esto es lo típico, que sale una flor y nos creemos que es primavera. O todo blanco o todo negro.

Me relajé un poco, pensé en lo absurdo que era pensar que pudiera acabar siendo autoritario, gritón, castigador y pasota con mis hijos porque todas ellas eran características que no me definían como persona.

Yo seguía siendo el mismo, pero con un nuevo reto. Dicen que cuando ya sabes todas las respuestas tus hijos te hacen nuevas preguntas, y ahí estaba yo, y ahí estaba Miriam, con un hijo más, con dos hijos que se estaban haciendo mayores y empezaban a jugar juntos, pero también a discutir juntos y con un bebé que no era de los de comer y dormir. Sumemos a todo ello problemas con el colegio, el mediano que no se adaptaba, que por la tarde nos devolvía toda la tensión acumulada en el colegio en forma de venganza "por haberme dejado ahí" y el cóctel era peligroso.

Llegamos al bloqueo mental y físico en más de una ocasión y llegamos a gritar a nuestros hijos también en más de una ocasión, para luego pedirles perdón y explicarles por qué hacíamos aquello que nunca habíamos hecho. Por qué ya no dialogábamos tanto y éramos más secos, por qué les exigíamos cada vez más con menos paciencia.

Entendieron lo que pudieron entender y así seguimos desde entonces con el día a día, tratándoles con el mismo cariño de siempre, con alguna que otra "ida de olla", pero con la suerte de tenernos el uno al otro para decirnos eso de "papá, no grites, te estás pasando" o "mamá, tranquila que no es para tanto", la suerte de tener unos hijos capaces de decirnos "no gritéis" y la suerte de ser capaces de hablarlo y acabar en unas risas, sin la presión de ser unos padres perfectos y sin la presión de lograr tener unos hijos perfectos.

Por qué no se puede ser un padre perfecto

Por una razón muy simple: porque para ser un padre perfecto debes ser una persona perfecta. Es simple, tanto que cae por su propio peso. Pero mira, yo tardé unos años en darme cuenta de algo tan lógico.

No podía ser un padre perfecto porque yo no soy perfecto. Tengo mis luces y tengo mis sombras, tengo mis valores, pero tengo mis miedos, tengo mis cartas, las que enseño, pero algunas guardo en la manga y tengo un corazón grande, pero con muchas cicatrices que duelen al removerlas. Así que a veces, por no tocarlas, por no hurgar en ellas y por no hacer nuevas heridas uno se guarda su corazón para sí, sin exponerlo, y acaba pareciendo lo que no es.

Somos imperfectos. La herencia de un entorno y de unas vidas que podrían haber sido peores pero que también podrían haber sido mejores. Y como seres imperfectos que somos hacemos con nuestros hijos, simplemente, lo que podemos. Sí, lo que podemos de la mejor manera que podemos. Y no es por justificarme, que no lo hago, pero lo que antes me parecía terrible ahora me parece más normal.

Con esto me refiero a cuando salta el piloto automático... cuando "se me va la pinza" y corto por lo sano en plan "pues si no os ponéis de acuerdo, no lo veis más ni el uno ni el otro" y me quedo con algo que no me pertenece, por poner un ejemplo.

Pero es que oye, son niños, y los niños son así. Tienen que aprender a escuchar, a hablar, a negociar, a llegar a acuerdos y hasta que no llegan a ese punto aparecen tantas situaciones incomprensibles para nosotros (o más que incomprensibles, duras, porque no queremos ver como se hacen daño el uno al otro), que nos vemos obligados a intervenir. Y eso, cuando se va repitiendo en el tiempo desgasta hasta el punto que hay días que explotas (y no solo por ello, porque hay muchas cosas más que le desgastan a uno).

Al final te das cuenta de que lo difícil es encontrar a alguien que no pierda los papeles con los hijos, que no les grite y que no les diga aquellas cosas que un día creí que nunca diría. Supongo que la diferencia está en que algunos luego nos sentimos mal y tratamos de acercar posturas con los hijos, disculpándonos si hace falta.

No quiero, hijos míos, que me veáis como un padre ogro, refunfuñón que con los años tiene cada día menos paciencia. No soy perfecto y estoy mucho más tranquilo, incluso, desde que me permito no serlo, así que paciencia, por vuestra parte y por la mía, que os quiero tanto, tanto, que ahora solo pretendo ser papá. Ni más, ni menos, que no es poco.

Fotos | Thinkstock En Bebés y más | Día del Padre: Hay padres que son maravillosos, "¿Qué es eso?", un corto maravilloso sobre la paternidad, "La paternidad me ha cambiado como persona". Entrevista al padre y bloguero David Lay

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