La carta viral de una abuela que solo pide tener a sus nietos e hijos cerca

A lo largo de varias entradas hemos puesto el dedo en la llaga de una sociedad que ha creado un modelo de maternidad y paternidad totalmente alejado de las necesidades de los bebés hasta el punto de empujarnos a tener hijos, para luego dejarnos solos (y muchas madres lo pasan realmente mal) y empujar a la madre, a la pareja, a trabajar de nuevo, volver a producir y consumir, y dejar de lado el papel de padres porque eso no cotiza ni económica ni socialmente (a ninguna mujer se le reconoce en sociedad el que sea una madre dedicada a sus hijos y no trabaje).

Así, hemos conseguido que se consideren las personas más válidas aquellas en edad de trabajar, con experiencia, y que ganan y gastan dinero, y que sean ciudadanos de segunda el resto: bebés, niños, jóvenes y personas mayores a partir de la jubilación, y a veces incluso antes, que muchas personas de 50 años o más se quedan sin trabajo y ya no hay nadie que las contrate.

En esta involución (que no evolución) social los niños y los mayores han salido despedidos de las familias: los pequeños a las guarderías, colegios y extraescolares y los mayores a vivir en soledad en sus casas o en las residencias. Como Pilar, que hace unos días escribió una triste carta a un medio impreso (desconozco cuál es, porque lo que se comparte es una foto) en que ponía de relieve qué es lo que tiene con sus 82 años, después de toda una vida, y sobre todo qué no tiene.

Lo que tengo y lo que no

Esta carta representa el balance de mi vida. Tengo 82 años, 4 hijos, 11 nietos, 2 bisnietos y una habitación de 12 metros cuadrados. Ya no tengo mi casa ni mis cosas queridas, pero sí quien me arregla la habitación, me hace la comida y la cama, me toma la tensión y me pesa. Ya no tengo las risas de mis nietos, el verlos crecer, abrazarse y pelearse; algunos vienen a verme cada 15 días; otros, cada tres o cuatro meses; otros, nunca.

Ya no hago croquetas ni huevos rellenos ni rulos de carne picada ni punto ni crochet. Aún tengo pasatiempos para hacer y sudokus que entretienen algo.

No sé cuánto me quedará, pero debo acostumbrarme a esta soledad; voy a terapia ocupacional y ayudo en lo que puedo a quienes están peor que yo, aunque no quiero intimar demasiado: desaparecen con frecuencia.

Dicen que la vida se alarga cada vez más. ¿Para qué? Cuando estoy sola, puedo mirar las fotos de mi familia y algunos recuerdos de casa que me he traído. Y eso es todo. Espero que las próximas generaciones vean que la familia se forma para tener un mañana (con los hijos) y pagar a nuestros padres por el tiempo que nos regalaron al criarnos.

Pilar Fernández Sánchez. GRANADA

Si la palabra tribu te hace reír, ¿qué tal la palabra familia?

Hace unos meses, cuando la diputada de la CUP Anna Gabriel mencionó, al ser preguntada sobre ello, que el modelo de sociedad que más le gustaba era aquel en el que la familia se difuminaba dentro de una tribu. La opinión pública se la quiso comer viva.

Está claro que si esa fuera una propuesta de gobierno sería casi inviable por la filosofía de familia actual, pero no: solo era su opinión personal. Y sin embargo, en un momento en el que estamos muy lejos de comportarnos como tribus, parece bastante claro que si lo hiciéramos nuestros hijos serían más felices, nuestros mayores volverían a ser los sabios de los que todo el mundo quiere aprender y nosotros, los adultos, los que cuidáramos de los más pequeños, de los más mayores también, y de la provisión de alimentos y medios.

Y no, no haría falta ir en taparrabos, sino simplemente crear una comunidad en la que todo pudiera fluir de manera colectiva, y en la que niños y ancianos fueran tan o más valiosos que nosotros mismos: porque los niños son la energía, la luz y la esperanza de un futuro mejor y merecen las mejores enseñanzas, alimentos y recursos para desarrollarse física y mentalmente; y porque los mayores tienen la experiencia, la sabiduría, la paciencia, el tiempo y el amor para inculcarlo todo en los más pequeños.

Niños y ancianos: el principio y el final de la vida

Ya el año pasado os mostramos el precioso proyecto del centro Providence Mount St. Vincent, en Seattle, que es residencia de ancianos y escuela infantil a la vez, y donde conviven niños con personas mayores en una relación que parece destinada a ser un éxito.

Lo que los niños pueden conseguir con la gente mayor es increíble; salvo algunas excepciones, los ancianos tienen en gran estima a los niños: porque son puros, son todo energía y vitalidad, son inocentes, son curiosidad, son amor, y con ellos sienten que tienen aún algo por hacer. Algo como explicarles cuentos, chistes, refranes, historias y experiencias. Y eso, sin lugar a duda, les da la vida. Porque lo importante, como dice Pilar en su carta, no es añadir años a la vida, que es de lo que se encarga la medicina, sino de añadir vida a los años, que es lo que sucede cuando alguien se siente acompañado, querido y con una misión todavía. Una, como puede ser dejar parte de su legado a los niños.

Y los niños tienen en gran estima a los mayores porque tienen paciencia, porque tienen tiempo para ellos, los miran, los tocan, les hablan, los escuchan, les enseñan juegos, comparten ese tiempo con ellos... y ese es un aprendizaje que queda grabado para toda la vida: ¿Acaso alguien ha olvidado las horas que pasó de pequeño con su abuelo o abuela?

Algo estamos haciendo muy mal

Pues si no lo hemos olvidado, si no hemos olvidado las horas que nuestros abuelos nos regalaron, si no hemos olvidado las horas que nuestros padres dedicaron a cuidarnos y querernos, ¿por qué hay tanta gente como Pilar, que ya no verá crecer a sus nietos ni bisnietos porque estando viva, no los ve?

Algo estamos haciendo mal si este es el futuro de nuestra sociedad; o si es el presente. Porque se puede entender que hayamos caído en la trampa de un capitalismo en el que los adultos vivimos atrapados en nuestros trabajos, con tantas responsabilidades y agujeros que apenas podemos pensar en los hijos o los mayores, pero no se puede entender que permitamos que esto vaya a más.

Hace años que deberíamos haber conseguido que las bajas maternales fueran más amplias, y también las paternales. Hace años que deberíamos haber conseguido una conciliación real entre familia y trabajo, en un país donde la natalidad es bajísima y las políticas de ayuda a las familias prácticamente inexistentes. Hace años que deberíamos haber conseguido que los jóvenes, la mayoría en el paro (y los que trabajan con un sueldo indigno), pudieran pensar en formar un hogar y una familia. Hace años que deberíamos haber conseguido que los mayores no fueran una lacra ni se sintieran inútiles, contando los días que les quedan en la soledad de una habitación de un lugar lleno de gente mayor que poco a poco se va.

Pero no lo hemos logrado, y a este paso iremos a peor. ¿Y si empezamos a pensar en qué será de nosotros cuando seamos esos ancianos y juntamos un poco más a las generaciones que más pueden aportarse unos a otros: niños y ancianos? ¿Y si empezamos a pensar que lo importante, lo que al final te llevas contigo no son cosas, sino vivencias, recuerdos y el amor de los demás?

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