Hay frases que resuenan en consulta con una mezcla de vergüenza, alivio y dolor. Esta es una de ellas, que además escucho de forma muy frecuente entre los adultos. La pronuncian adultos que crecieron con ropa limpia, juguetes en Navidad y una merienda cada tarde. Pero también con silencios largos, abrazos ausentes y una extraña sensación de frío incluso en verano.
No es fácil hablar de esto. Porque hay algo que incomoda al hacerlo (incluso, que genera culpa): si tus padres "lo dieron todo", ¿quién eres tú para decir que faltó algo? ¿Cómo se sostiene el amor si lo emocional se dejó al margen?
La respuesta está en el cuerpo. En los vínculos. En la ansiedad que aprieta el pecho sin motivo aparente. En la autoexigencia asfixiante. En ese miedo a molestar, a ser demasiado, o a no ser suficiente nunca.
No todo lo que necesita un niño se puede comprar
Los niños y niñas no solo necesitan comida, techo y colegio. También —y sobre todo— necesitan presencia emocional. Alguien que les vea, que les escuche, que les sostenga cuando no saben qué hacer con lo que sienten.
Un niño puede tener una estantería llena de cuentos, pero si nadie le lee uno por la noche mientras le arropa, algo queda cojo. Puede tener una habitación con luces LED, pero si cuando llora nadie le pregunta qué le pasa, aprende a callar.
Puede tener una mochila nueva cada septiembre, pero si sus padres siempre están ocupados o tensos, entenderá que molesta. Las necesidades afectivas no cubiertas no dejan cicatrices visibles, pero actúan como grietas subterráneas: no se ven, pero un día hacen temblar los cimientos.
Las heridas que no sabíamos que teníamos
Muchos adultos que crecieron en entornos así no se dan cuenta hasta años después. Suelen descubrirlo al convertirse en padres, al enamorarse o al enfrentarse a una pérdida.
De pronto, se encuentran con una tristeza antigua que no saben de dónde viene, o con una rabia contenida que se activa ante gestos aparentemente pequeños.
- "No recuerdo que mis padres me abrazaran nunca".
- "En casa no se hablaba de sentimientos".
- "Cuando lloraba me decían que no exagerara".
Frases como estas son pistas. Señales de un tipo de carencia que no siempre se reconocía como tal, porque durante años se confundió el cuidado con lo material.
Pero hay niños que crecen sintiéndose solos aunque vivan con dos adultos en casa. Que aprenden a sonreír para no incomodar. Que asumen que sus emociones son un problema que deben gestionar en silencio.
Un ejemplo: la niña invisible
Pensemos en Clara, una niña de ocho años. Saca buenas notas, no 'da problemas', es educada. Cada tarde hace los deberes sola, mientras su madre trabaja desde el salón y su padre mira el móvil. Nadie le pregunta cómo está. Nadie nota que últimamente duerme mal. Como es "tan madura", creen que está bien.
Años después, Clara será una adulta que se esfuerza en hacerlo todo perfecto para ser querida. Que necesita reconocimiento constante. Que se ahoga en relaciones donde siempre da más de lo que recibe. Y no entenderá por qué.
Sanar estas heridas de infancia es posible
Lo que no recibimos de pequeños no nos condena, pero sí nos marca. Y entender esto no es culpar, sino ver con claridad. Solo lo que se nombra puede transformarse.
Sanar estas heridas implica aprender a mirarse con ternura. A reconocer que fuimos niños que necesitaban amor y que no siempre lo tuvieron de la forma adecuada. Implica también construir nuevos vínculos —más sanos, más conscientes—, y aprender a darnos a nosotros mismos el cuidado que un día faltó. A veces, la terapia psicológica será necesaria.
La infancia no es un capítulo cerrado. Vive en nosotros. Y cuando le damos voz, aunque sea tarde, algo empieza a calmarse por dentro.
Porque quizás sí: nos dieron todo lo material. Pero hoy, como adultos, sabemos que el amor no se envuelve en papel de regalo. Se ofrece con tiempo, mirada y escucha. Y nunca es tarde para volver a abrazar lo que faltó.
Foto | Portada (Freepik)