Las nuevas tendencias en lo que a educación y crianza se refiere han provocado que en la actualidad los profesionales de la salud se puedan dividir en dos grupos bien diferenciados: los que dicen que no tienes que dejar llorar a tu bebé y los que dicen que le dejes llorar, para que se dé cuenta de que no siempre puedes atenderle y así dejen de llorar.
Desde Bebés y más, y no porque nos parezca una tendencia, sino porque nos parece una cuestión de sentido común y de respeto, solemos hablar de un estilo de crianza en el que los padres se dediquen, simplemente, a cubrir las necesidades de sus hijos, siendo la necesidad de contacto, de recibir cariño y afecto una necesidad tan (o más) importante como el comer o el estar limpio y seco.
Esto mismo es lo que debió pensar Sarah, una madre que hace cosa de dos años escribió en un blog que, gracias a que nunca dejó llorar a su hija, ésta seguía viva.
Su segunda hija, fruto de una segunda cesárea, nació en febrero de 2007. Ya se sabe que cuando uno ya tiene un hijo, cuidar del segundo es un poco más complicado que cuando sólo tienes a uno, así que cuando a la semana de nacer un amigo le regaló una bandolera con anillas empezó a utilizarla agradecida, convirtiéndose pronto en una herramienta indispensable. Todas las tardes su hija lloraba, se arqueaba, no quería el pecho ni quería chupete. Ni siquiera quería brazos. Lo único que la calmaba era la bandolera.
La niña empezó a perder peso y la madre decidió que su hija iría siempre donde mejor estuviera, es decir, en la bandolera. Decidió por supuesto ir al médico, al que acudió en diversas ocasiones. La niña empezó a hacerle daño a la hora de mamar, momento en que ambas acababan gritando. Finalmente le cambió la leche materna por leche artificial y la situación cambió, quizás a peor, porque la niña empezó a tener reflujo. Los médicos le dijeron que tenía intolerancia a la lactosa. La niña ganaba poco peso y cada vez lloraba más.
Lo único que la calmaba era el contacto con mamá
Ello le llevó a pasar más de una noche en el sofá con ella, con la niña durmiendo en su regazo. Este fue el detonante para que la gente empezara a decirle que lo estaba haciendo mal, que estaba acostumbrando mal a la niña, a lo que ella respondía que era lo único que funcionaba. La gente empezó a recomendarle que la dejara llorar, que la dejara sola y que ya se dormiría, pero ella sentía que su responsabilidad como madre no se acababa a la hora de ir a dormir.
A los seis meses, viendo que la cosa seguía igual, pidió a su médico que ingresara a la niña. Como sabéis, un ingreso hospitalario no es plato de buen gusto nunca, pero cuando las cosas van mal, cuando una madre siente que algo no va bien, la sola esperanza de que le puedan ayudar hace de un ingreso una bendita solución. El pediatra estuvo de acuerdo y la ingresaron. Le hicieron análisis y radiografías, la alimentaron incluso a la fuerza para que la niña cogiera peso y evolucionara, pero la niña seguía llorando y gritando si no estaba constantemente con su madre.
Un día antes de irse del hospital, un pediatra le dijo que no estaba haciendo todo lo que debía con su hija. Le dijo que no ponía empeño en darle de comer ni era capaz de ponerla en otra habitación para dejarla llorar hasta que se durmiera. En ese momento decidió que ese pediatra no trataría más a su hija.
Así pasaron las semanas y los meses, con la niña colgada todo el día. Iba con ella a comprar, al parque, a la ducha… la gente le decía que si la llevaba siempre encima jamás aprendería a andar. Ella lo tenía en cuenta, pero aprendió a hacer caso omiso de los consejos, porque llevarla encima era lo único que hacía que no llorara.
Al año, por fin, un diagnóstico
Días antes de cumplir un año la niña empezó a tener fiebre alta y tos. Acudió a urgencias donde le hicieron una radiografía pulmonar. Buscando evidencias de una posible neumonía se dieron cuenta de que la niña tenía el corazón más grande de lo normal. Decidieron ingresarla y, finalmente, tuvo un diagnóstico para explicar un año de llantos casi continuos.
Estando en la planta, la niña empezó a llorar de nuevo, haciendo uno de sus episodios más “memorables”. La enfermera le dio el portabebés a la madre, la madre metió en él a la niña y allí, con ella, se calmó de nuevo.
Le explicaron que la niña tenía insuficiencia cardíaca, un defecto cardíaco poco frecuente para la edad, pero muy grave, que le había producido diversos infartos. La tasa de mortalidad de dicha enfermedad era de un 90% en el primer año. Los llantos se debían al malestar producido por los infartos y al dolor opresivo en el pecho que se derivaba de cada episodio.
El cardiólogo quiso dar valor a lo que la madre había hecho hasta ese momento y le dijo, casi a escondidas, en el pasillo y en voz baja, que era el modo en que la había cuidado lo que había salvado la vida de su hija.
Ahora la niña, Mila, tiene más de tres años. Después de dos intervenciones lleva una vida normal, como la de cualquier niña de tres años que corre, salta y juega y que, además cuida de su hermana pequeña que, lógicamente, también es porteada por su madre cuando las cosas se ponen “tensas”.
Los niños, cuando lloran, sufren
Es cierto que se trata de una enfermedad poco frecuente. Es cierto que cuando nuestros bebés sanos lloran, no lo hacen porque están sufriendo un infarto. Todo esto está claro, sin embargo, los bebés no tienen otra manera de solicitar compañía que a través del llanto y, cuando lloran, es porque de verdad necesitan algo.
¿Sabéis por qué el llanto de los bebés es tan molesto? Porque si fuera agradable nadie cogería a los bebés. El problema es que muchos padres se están desensibilizando hasta el punto que no sólo no les molesta que lloren, sino que además les dejan para que sean ellos mismos los que dejen de hacerlo.
Vía | Fierce Mamas, The Kagan Family
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