Lo he comentado muchas veces y lo seguiré haciendo seguramente el resto de mi vida: los niños necesitan pasar tiempo con sus padres y, si fuera por ellos, cuanto más mejor.
Los padres somos sus referentes, aquellas personas que, fruto del amor (normalmente), les hicimos llegar al mundo y esos de los que esperan amor, cariño y tiempo, porque ellos saben (o quizás si no lo saben, lo sienten), que el amor se demuestra, sobretodo, con besos, abrazos y con roce, mucho roce.
Es por esta razón que cuando los niños sienten que algo falta en su relación con los padres buscan la manera de acercarlos. Empiezan con un “papá, ven a jugar conmigo", “mira esto que sé hacer" y similares y acaban, si no consiguen lo que quieren y necesitan, aceptando travesura como mecanismo de acercamiento.
Es por esta razón por la que digo que los niños “malos" necesitan padres “buenos".
Vemos en la viñeta del siempre incisivo Faro a un niño que, ni corto ni perezoso, destroza la casa talando un árbol. La madre define la situación perfectamente con un “tu hijo está reclamando atención", que suele ser el razonamiento que más nos cuesta hacer a los padres.
Cuando nuestros hijos empiezan a liarla, cuando empiezan a portarse mal, muchos padres ven una lucha de poder, un ramalazo de rebeldía por parte del hijo que trata de imponer sus deseos o su falta de límites, incluso su autoridad sobre la nuestra, como si nos quisieran decir que “¡eh, que aquí también mando yo!".
Ante esta situación lo habitual es que los adultos, que crecimos controlados por nuestros padres, que fuimos al colegio controlados por los profesores, que empezamos a trabajar controlados por nuestros jefes y que vivimos controlados por nuestras deudas, pensemos que “lo que me faltaba: ahora mi hijo se me sube a la chepa" y que “por aquí no paso".
Es una reacción lógica. Es el razonamiento simple: mi hijo se salta las normas, se está portando mal, es un niño malo que debe ser corregido. Hacer esto no te hace ser mal padre ni mala madre, porque sólo estás haciendo lo que has aprendido, lo que has mamado desde niño y lo que sigues viendo ahora. Es la consecuencia automática desde hace muchísimos años.
Seguro que más de uno podéis explicarlo porque os ha pasado tal y como lo relato: un niño hacía algo y llegaba la corrección en forma de castigo o en forma de capón, como dice Faro, y listos, el niño volvía a comportarse cívicamente.
El problema es que los capones y los castigos son venganzas, más fuertes o más leves, pero venganzas al fin y al cabo: “tú me has hecho esto, pues yo te hago lo otro", “tú has hecho que me enfadara, pues yo haré que te enfades", “tú has hecho esto por las malas, pues yo te enseñaré también por las malas”.
Así, entre enfados y re-enfados lo único que conseguimos es un niño que se comporta como queremos con una de esas procesiones que van por dentro, que tanto puede ser una bomba de relojería a punto de estallar como puede ser una coraza de hierro que tape la espontaneidad o incluso la capacidad de amar y sentirse amado, y esto de por vida.
Así que cuando un niño hace travesuras, cuando un niño es “malo", lo ideal es que aparezcan padres “buenos", no de esos que ríen las gracias o desgracias de sus hijos, sino de esos que en vez de centrarse en el acto concreto, en vez de mirar al árbol sobre la casa y proporcionar un castigo de iguales dimensiones, tratan de ir más allá y buscan la raíz del problema. Uno de esos que se dicen a sí mismos: qué mal lo tengo que estar haciendo para que mi hijo llegue a comportarse así para que yo le haga caso.
Estos son los mejores padres, los que cuando un niño parece merecer más castigo deciden buscar la raíz de esa rabia infantil, de esa frustración y de ese enfado de una personita que, aún a sabiendas de que le espera una buena reprimenda, prefiere recibir la atención de sus padres por las malas que vivir sintiéndose invisible.
Imagen | Faro
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