Educar a nuestros hijos requiere de paciencia, empatía, escucha activa y comunicación. Hemos hablado en varias ocasiones de que el castigo, las amenazas, el chantaje y los azotes no son métodos educativos, y además perjudican seriamente al niño. Pero ¿qué pasa con los gritos?
A menudo, los gritos no son vistos como una forma de violencia hacia el niño. De hecho, casi todos los padres han gritado en algún momento a sus hijos y algunos incluso lo hacen de forma habitual.
Pero es importante ser conscientes de cómo responde el cerebro del niño a los gritos de sus padres y, en consecuencia, cómo puede afectarle ser educado de esta forma.
El cerebro se bloquea ante los gritos. Originalmente, los gritos tienen como finalidad alertar de un peligro. Por eso, cuando gritamos el cuerpo amigdaliano del cerebro, responsable de procesar y almacenar las emociones, se bloquea, activando el modo de supervivencia que nos empuja a alejarnos de la amenaza.
El niño deja de aprender. Si crees que gritándole tu hijo aprenderá, estás equivocado. Los gritos provocan la "desconexión" de los dos hemisferios, impidiendo la entrada de nuevas informaciones y afectando a su capacidad de atención y razonamiento. Por eso, los gritos jamás serán un buen método para enseñar a los niños.
Los gritos provocan estrés y miedo. El bloqueo mental que se produce cuando nos gritan eleva los niveles de una hormona llamada cortisol, cuya función es poner en alerta al cerebro cuando recibe una amenaza. La liberación de esta hormona eleva los niveles de estrés, miedo, inseguridad y ansiedad.
Los gritos afectan a la personalidad. La personalidad del niño se va configurando con el paso de los años, en base a la educación recibida y experiencias vividas. En este sentido, un niño que crece en un entorno en donde los gritos son una constante, tiene más posibilidades de convertirse en una persona temerosa, desconfiada o asustadiza, o/y repetir en un futuro los mismos patrones agresivos a la hora de educar.
Los niños no crecen felices. Como padres tenemos la misión de criar hijos felices, y desde luego que educar con gritos estaría completamente reñido con la felicidad que debemos procurarles. Cuando un niño recibe gritos por parte de sus padres no solo se bloquea y deja de aprender, sino que también experimenta sensaciones desagradables como la soledad, la tristeza o la humillación.
El vínculo padre-hijo se ve afectado. Los padres somos las figuras de referencia para nuestros hijos; las personas más importante de su vida y en quienes más confían. Por eso, cuando esas figuras que supuestamente deben garantizarles seguridad y protección les provocan todo lo contrario, el vínculo se ve afectado. Y recordemos que un vínculo dañado en la infancia, provocará desconexión y problemas en la adolescencia.
Mayor riesgo de sufrir problemas de salud mental en el futuro. Diversos estudios han asociado una educación a base de gritos en la infancia, con mayor riesgo de sufrir problemas de conducta y síntomas depresivos en la adolescencia, y trastornos psiquiátricos en la etapa adulta.
Educar sin gritos es posible
Nadie dice que sea fácil, especialmente cuando hemos sido educados en una casa con gritos o cuando por norma comenzamos a gritar también a nuestros propios hijos.
Si en algún momento te sientes desbordado y temes perder el control, párate, respira y reflexiona. Podemos hacer las cosas de otro modo, cambiar patrones adquiridos y educar con respeto y empatía.
En primer lugar, hay que reconocer la ira para poder frenarla y controlarla. Luego debemos ponernos en el lugar de nuestro hijo, indagar lo que hay detrás de su conducta y sobre todo, averiguar por qué nos hemos sentido tan irritados hasta el punto de desear gritarle.
Una vez hecho este ejercicio de reflexión nos resultará más fácil "conectar" y corregir sin recurrir a la violencia verbal, y también nos ayudará en un futuro si vuelve a presentarse una situación similar.