Si piensas en un bambú, ¿cómo te lo imaginas? Se trata de una planta aparentemente frágil, que se dobla ante las tormentas. Sin embargo, no llega a romperse. Y esto es la resiliencia: la capacidad para adaptarse y superar las situaciones más complicadas de la vida, que nos hacen tambalear.
Porque el bambú, después de la tormenta, vuelve a enderezarse, demostrando su capacidad para adaptarse y persistir. De forma similar, las personas resilientes son capaces de enfrentar las dificultades, flexionarse bajo presión y seguir adelante sin romperse.
Aprenden y crecen a partir de las experiencias difíciles, y gracias a ser conscientes de su fragilidad, pueden conectar con su fortaleza. Pero no solo los adultos somos resilientes; los niños, también. Y estos cinco hábitos son los que demuestran resiliencia emocional en los niños.
1) Saben darle la vuelta a las situaciones difíciles
Los niños emocionalmente resilientes tienen la capacidad de ver las situaciones difíciles con flexibilidad, desde diferentes perspectivas, y a veces incluso, de encontrar soluciones creativas (el denominado pensamiento lateral).
En lugar de quedarse atrapados en la negatividad, tienen este punto de optimismo que les hace buscar activamente el lado positivo de las cosas. Gracias a ello, encuentran formas de adaptarse a las circunstancias.
Por ejemplo, si un niño no puede ir al parque porque llueve, en lugar de frustrarse, podría proponer jugar a juegos de mesa en casa o hacer manualidades en el salón (lógicamente, este es un "problema sencillo", pero podría aplicarse a dificultades más complejas).
2) Son agradecidos con lo que tienen
Los niños resilientes suelen ser agradecidos con las cosas simples de la vida, como la comida en la mesa, la familia o el sol calentito en la cara. Esto no significa que lo sean todo el tiempo, pero sí son capaces de valorar todo esto, al menos en un momento dado, precisamente porque son conscientes de lo que significa pasarlo mal o no tenerlo todo.
Y es que la resiliencia también se construye a través de valorar estas pequeñas cosas del día a día, porque es una manera de ver que, a pesar de las preocupaciones, hay cosas que siguen funcionando, por las que debemos estar agradecidos.
3) Reflexionan sobre las adversidades de la vida
Otro hábito de los niños resilientes es su capacidad de reflexión. Así, reflexionan sobre las adversidades de la vida porque esta reflexión les permite aprender y crecer a partir de esas experiencias difíciles.
Al reflexionar sobre lo que han enfrentado, los niños pueden entender mejor cómo han respondido a las situaciones difíciles, qué han aprendido de ellas y cómo pueden mejorar en el futuro.
Esta reflexión les ayuda a percibir las adversidades como oportunidades para aprender y fortalecerse en lugar de como obstáculos insuperables. Además, les permite procesar emocionalmente lo que han vivido, identificar las emociones asociadas con esas experiencias y aprender a gestionarlas de forma sana.
4) Gestionan sus emociones, no las reprimen
Otra característica de estos niños es que son capaces de reconocer y expresar sus emociones. En lugar de reprimir o ignorar sus sentimientos, aprenden a identificarlos y a afrontarlos de manera constructiva, y de hecho, este procesamiento de las emociones, y el hecho de estar conectados a ellas, es lo que les ayuda a desarrollar su resiliencia.
Porque saben cómo se sienten y entienden cómo las experiencias, también difíciles o dolorosas, les obligan a adaptarse, impactan en esas emociones y les cambian.
5) Son capaces de resolver sus problemas o de pedir ayuda cuando la necesitan
La resiliencia también tiene que ver con ser proactivos, con tener iniciativa y con "hacer algo con lo que nos ocurre", transformándolo. Por ello, los niños emocionalmente resilientes tienen la confianza para enfrentar los problemas y buscar soluciones.
Son autónomos y tratan de resolver sus propios problemas cuando sea posible, pero también son capaces de pedir ayuda cuando la necesitan. Y de hecho, ese "poder pedir ayuda", también demuestra autonomía y fortaleza interior.
Foto | Portada (La vida es bella, 1997)