“Entonces lo cogí en mis brazos, sentí como se movía en ellos y se acurrucaba, como buscando adaptarse a mí y me miró con esos grandes ojos. Acerqué mi mano a la suya y me cogió el dedo con fuerza, como si no quisiera soltarme nunca más y entonces lo supe. Supe que lo más maravilloso del mundo había llegado y que las lágrimas que caían por mi rostro no eran fruto del miedo o la duda, sino de la más absoluta felicidad”.
Este párrafo, o uno muy similar, lo llevaba yo grabado en la mente el día que mi primer hijo estaba a punto de nacer. Lo había escuchado en una película (ya ni recuerdo cuál), y me pareció algo precioso que quizás llegaría yo a vivir algún día.
Ese día llegó por fin hace ahora más de cuatro años y, siendo sincero, ni chiribitas ni violines y, si soy aún más sincero, ni lágrimas siquiera, y eso que pensé que lloraría, que soy de lágrima más o menos fácil. Ahora entro en detalle, pero mientras tanto id pensando la respuesta: ¿Qué sentisteis al ver a vuestro hijo por primera vez?
“Ahí tienes a tu hijo”
Nació por cesárea y a su madre se la llevaron a la unidad de Reanimación, dejando a Jon vestido con la ropa que llevábamos para él en la misma sala en que había nacido.
“Ahí tienes a tu hijo, puedes ir con él”, me dijeron. Entré en una sala desordenada, con sábanas y tallas manchadas de sangre en el suelo y sin ninguna cuna ni “recipiente” en el que podría haber un bebé. Pensé que se habían equivocado, que mi hijo no estaba ahí, sin embargo observé que al fondo de la sala, en un rinconcillo, una lámpara alumbraba un revoltijo de ropa que parecía moverse.
Me acerqué y ahí estaba él, bajo el calor de la ropa, la manta y la lámpara encendida. “Vaya, esta ropa te queda demasiado grande, tío”, pensé.
Y nada fue como en las películas
Lo cogí en brazos, aparté la mantita de su cara y ahí le vi por primera vez. Creí que sentiría algo, una llamada o una señal, algo que me demostrara que ese era mi hijo, que estábamos unidos por lazos invisibles… sin embargo no sucedió nada de eso. Acerqué mi dedo a su mano para que lo agarrara y lo hizo. Me encantó sentir su manita con esos largos y delgaditos dedos abrazando el mío y observé sus uñas amoratadas antes de volver a mirarle a los ojos y hablarle: “Jon, guapo, soy papá...”.
No lloré. Creí que lo haría pero no lo hice. Noté un ligero humedecimiento, pero no lo suficiente como para crear una lágrima. Entonces me di cuenta de que adoraba tener a mi hijo en brazos, pero que los lazos que esperaba que existieran como algo místico que nos uniera no estaban ahí, o al menos yo no los sentía.
En mis brazos tenía a mi hijo, porque me dijeron que era él. Ese día nos presentamos formalmente: “Jon, soy papá”. Ese día empezó una nueva relación de cariño, amistad, compañerismo, respeto y, cómo no, una relación entre padre e hijo.
Poco a poco, día a día, con cada sonrisa, cada pañal, cada lágrima, cada abrazo y cada juego los lazos se fueron creando hasta el punto que, sólo hablar de él, me hace sentir emociones que guardo sólo para él.
“El día que te conocí no sentí nada especial, sin embargo ahora siento, y con intensidad, todo aquello que esperaba sentir el día que naciste”.
Fotos | Katie Tegtmeyer, Jon Ovnigton en Flickr
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