Cuando nuestros hijos son pequeños, dependen de nosotros para todo, así que nos afanamos en llevarles al cole, a todas sus actividades extraescolares, a los cumpleaños y a sus particulares fiestas de pijama. Porque si salen tan extrovertidos e independientes como los míos, les encantará disfrutar de sus amigos también en casa.
Eso quiere decir que conocemos muy bien a sus amiguitos y a los padres de sus amiguitos y nos sentimos seguros sabiendo con quién van a pasar la tarde o la noche (cuando se quedan fuera) y que si hay algún problema enseguida nos avisarán los anfitriones.
Pero las cosas cambian cuando comienzan la ESO y ya no quieren que les llevemos y recojamos del instituto y, al cambiar de centro, hacen nuevos amigos. Y ahí empezamos a perdernos parte de su vida. Quizás otros padres me tachen de controladora (os aseguro que quien me conoce opina todo lo contrario) pero me las sigo ingeniando para conocer no solo a los nuevos amigos de mi hijo adolescente, sino también a sus padres.
Las relaciones de mi hijo y su felicidad me importan mucho
Nunca he sido muy amiga de los grupos de Whatsapp ni de los cafés a la puerta del colegio. Sí que he procurado ayudar en los AMPAS de mis hijos y echar una mano, como cualquier padre, en las fiestas. Pero desde que comenzaron a Infantil, por mi casa han circulado muchos amiguitos y aún siguen haciéndolo, aunque mi hijo ya tenga 14 años.
Cierto que hay que lidiar con “a dormir, que ya es hora”, algún accidente en el mobiliario (siempre sin querer) o “por favor, bajar el tono de voz”. Pero para mí es gratificante. ¿A qué padre no le gusta ver feliz a sus hijos?
He visto crecer a los amigos de mi hijo y entre sus padres y nosotros se ha establecido un vínculo de confianza que permite que nuestros hijos vayan de una casa a otra con naturalidad. Llega un momento en que entre todos hemos montado una gran familia de amistad y eso aporta mucha tranquilidad…
Lo mismo ocurre con los compañeros deportivos: han sido muchas mañanas pasando frío viéndoles jugar, animándoles, largos campeonatos, días esperando que salgan de los entrenamientos, y eso une y mucho. Así que al final también se crea una unión entre los progenitores.
Pero llega el fin de Primaria y el comienzo del instituto y tras dos meses acompañándole a la puerta, me pide que deje de hacerlo. Yo pienso: “el centro queda lejos de casa y con 12 años aún es pequeño para ir solo en metro”. Pero él opina lo contrario, así que toca ceder. Allí conoce a chicos nuevos. Les invito a venir a casa a jugar, para así seguir estando cerca de la vida de mi hijo, pero a sus padres ya no los tengo localizados.
Ya no nos piden que organicemos sus cumpleaños por lo que solo nos vemos en las reuniones de trimestre y, como no nos conocemos, no sabemos quién es el padre de quién. Además, ya son mayores, lo que quiere decir que somos pocos los que acudimos a la segunda convocatoria del curso.
Por supuesto que no se trata de que no me fíe de mi hijo, sino que me gusta saber si está bien cuando no está conmigo. Curiosamente, ninguno de esos padres me ha telefoneado para preguntarme si su hijo podía quedarse en mi casa. ¿Soy un bicho raro?
Cuando llegan las primeras pandillas
Por fortuna, siempre hay gente que te sorprende y con la que llegas a tener más afinidad. Y eso me ocurrió este verano. Porque además de los amigos de la infancia, de los de deporte y los del instituto, llegan también las primeras pandillas de verano, esas que todos hemos tenido y que, cuando no son con los hijos de tus amigos del pueblo de toda la vida, te descoloca. ¡No conoces a nadie!
Y teniendo en cuenta que a medida que cumplen años van contándote menos cosas y compartiendo más tiempo y confesiones con sus 'colegas', te encuentras un día con que no sabes nada de su vida, que te has quedado a un lado.
Hablo con conocimiento de causa. Porque mi hijo ha hecho su primera pandilla fuerte este verano: chicos y chicas que conozco de verles con él o cuando vienen a recogerle a casa. Le pregunto sobre ellos pero comenta lo que quiere y tiene libertad, dentro de un horario, para entrar y salir con ellos a hacer deporte, ir a la playa, a cenar juntos o simplemente a pasar el rato en grupo.
Así que cuando me pidió que le llevase en coche a la casa de un amigo que vive a unos kilómetros, lo hice con ilusión. Pero al cruzarnos con su amigo y su madre, me da un beso en la mejilla y sale del coche corriendo con adiós sin darme tiempo a reaccionar, porque "no hace falta que salgas del coche". Aunque, ¡en absoluto pensaba quedarme sin preguntar a sus padres cuántos niños iban a estar, a qué hora había que recogerles...!
Para mi sorpresa, la madre de su amigo (a quien no conocía absolutamente de nada) se baja del automóvil, se acerca a mí y me dice: "¡mi hijo no quería que te hablara, pero para una vez que puedo conocer a la madre de uno de sus nuevos amigos no quiero perdérmelo!".
Me encantó la iniciativa. Nos dimos los teléfonos y ese mismo día mi hijo ya se quedó a dormir en su casa y al día siguiente le acercó a la mía. Cierto es que con toda seguridad no vamos a hacernos amigas, que venimos de mundos diferentes, pero tenemos unos hijos adolescentes en común a quienes adoramos y por ellos sí merece la pena estar en contacto. Y lo estamos. A partir de ahí, entre las dos hemos procurado ir conociendo a otros padres con disculpas como "se te ha olvidado la toalla y te la acerco a la piscina de tu amiga". ¿Control? No, amor.
Mis razones para querer conocer a los padres de sus nuevos amigos
Este paso adelante de la madre de Luca me demostró que no soy la única a quien le gusta saber con quién va su hijo y cómo es el mundo en el que se mueve.
Mi intención (nuestra intención) está lejos del mal llamado exceso de control parental, ni se debe a que no me fío de mi hijo (nada más lejos de la realidad) o por un afán de seleccionar con quien se puede relacionar o con quien no.
Entonces, ¿cuáles son las razones? Me ayuda a sentirme más cerca de su vida, a conocer cómo es y cómo le ven cuando no está conmigo, a convencerme que cuando no estoy con él (cada vez más a menudo, porque es ley de vida) va a estar bien, protegido y con personas que van a ayudarle y cuidarle si lo necesita. E incluso, cuando no estoy segura sobre si dejarle salir o no, ahí están esos padres para comentarlo juntos y decidir cuál es la mejor opción entre todos, precisamente para no caer en la súper protección.
Lo curioso es que al final a esos adolescentes no les molesta que nos relacionemos con las familias, pero es que simplemente no ven en qué les puede ayudar, porque ya no nos necesitan para que les llevemos de la mano de un sitio a otro. Así que, mientras me deje, pienso seguir siendo esa "madre controladora" para algunos, o esa "madre preocupada" porque su hijo sea feliz en compañía y con total seguridad.
No me importa lo que opinen los demás. ¡Saber que va con sus amigos en metro o que los padres de un amigo le recogen de los entrenamientos y le acercan a casa me dan tanta tranquilidad! Y si alguien no lo entiende, es su problema. Pero como ya he comentado en alguna otra ocasión: "ya no es un niño, pero me sigue necesitando igual".
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