Me parece increíble, pero Victoria ha cumplido ya los ocho meses. Como es típico a esta altura, está atravesando una etapa muy dependiente.
Está sufriendo la llamada angustia o ansiedad de separación, en la que el bebé comienza a desarrollar su propia autonomía y siente angustia al separarse de la persona que hasta ahora ha sido su “persona especial”, que en la mayoría de los casos somos las mamás (se me cae la baba).
Llora cada vez que me quito de su vista. Si estoy con ella en el salón y voy a otra parte de la casa, rompe en llanto desconsolado. Tengo que estar siempre en su campo de visión, y si está en mis brazos, mejor que mejor.
Lo gracioso es que llora cuando desaparezco pero también cuando aparezco. Si se queda un minuto sola en el salón, cuando vuelvo se acuerda que la dejé sola y llora reclamando el abandono.
A veces es preferible no llamar su atención, pues si me ve que estoy y no la cojo, también llora. Y si está con otra persona, llora para que sea yo quien la tenga en brazos.
Aunque es lo más bonito del mundo sentir que somos lo más importante para nuestros hijos, no deja de ser un poco agobiante el constante reclamo del bebé, que por otro lado debemos dejarlo que comience a explorar el mundo por sí mismo.
Confieso que como madre también estoy viviendo mi particular angustia de separación. Hasta ahora éramos una misma persona, pegadas todo el día hasta el punto de sentirme rara cuando me duchaba sola.
En cualquier momento comenzará a gatear por todos los sitios. Ya está amagando salir rauda a cuatro patas a investigar cada rincón de la casa, no le falta nada.
En cierta forma, siento que ya deja de ser una bebita pequeñita colgada de la teta de mamá todo el día (sí, aún le sigo dando el pecho).
Mi chiquita, que cuando no llora está simpatiquísima, comienza a dar ya sus primeros pasos, bueno sus primeros gateos, en el camino hacia la independencia.
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