Hoy tengo un día nostálgico. He caído en la cuenta de que mi niña ya sabe vestirse solita, abrocharse los botones, limpiarse los dientes, duerme toda la noche en su cama y asume con responsabilidad su papel de hermana mayor.
En definitiva, que se está haciendo mayor mientras sus padres intentamos asimilarlo con una mezcla de sorpresa y nostalgia.
Cuando era más pequeña mi sentimiento era más fuerte, seguramente por ser ella la primera y yo primeriza.
El día que dio sus primeros pasos y al dejar el pañal, sonará exagerado pero sentí un gran vacío al darme cuenta que se acababa una etapa que nunca volvería. Se estaba convirtiendo en una niña mayor, ya no volvería a ser un bebé, y eso me angustiaba un montón.
Pero claro, nosotros también crecemos como padres. Ahora, como madre de dos y algo más experimentada, ya no me sucede tanto pero es inevitable tener ese sentimiento encontrado. Por un lado, de alegría porque crecen sanos y felices, pero por el otro, de nostalgia porque el pollito sale del cascarón para descubrir el mundo por su cuenta.
Al ver crecer a mis niñas tan rápidamente, se me plantea un gran dilema como madre “malcriadora” que soy. Aprender a reconocer el límite entre protección y sobreprotección.
Sobreproteger es permitir que esa nostalgia nos invada tanto que acabemos ahogándolos. Ver crecer a los hijos es lo más bonito que hay, pero al sobreprotegerlos no los dejamos crecer libremente. Creemos que estamos haciéndoles un bien, pero no es así. El bien es permitirles descubrir el mundo a través de sus propios ojos, no de los nuestros.
En cambio, protegerlos es acompañarlos en su crecimiento. Educarlos, apuntalarlos, pero dejarlos que vivan sus propias experiencias, aunque se equivoquen, se caigan o se frustren; eso también es crecer.
Como les sucederá a muchos padres, todos queremos que nuestros pequeños sigan siendo siempre “nuestros bebés”, pero tenemos que asumir que cada etapa de la vida de los hijos tiene su propio encanto y todas son maravillosas. Que detrás de una perciosa etapa como la de bebé, viene otra diferente, pero igualmente bonita.
Ahora, con tres años y medio, mi pequeña se ha convertido en mi mejor compañera. Compartimos juegos, compras, risas, cuidamos juntas de la pequeña y hemos establecido una relación mágica en la que una sabe que puede contar con la otra para lo que sea.
Espero que sea así toda la vida, seguro que si, ya que las semillas plantadas en la infancia son las que luego dan sus frutos.
En Bebés y más | Mi niña: cumple 3 años, todo un hito