¿Puede enseñarnos algo tan lejano sobre la paleontología o la antropología enseñarnos algo sobre nuestros hijos? En mi opinión, muchísimo, posiblemente comprender nuestras características como especie y su proceso de hominización sea la mejor y más segura guía de crianza que existe una vez nos encontramos en un medio cultural diferente de aquel en el que nos desarrollamos como especie.
Primero, habría que señalar, de todos modos, que el ser humano es un ser cultural y somos capaces de adaptarnos a hábitats naturales muy diferentes y de cambiar nuestra cultura para adaptarnos a ellos. Un grupo humano mal adaptado a su entorno físico o histórico, termina por desaparecer, sea por extinción natural, sea por dominio cultural de otro grupo o por conquista y exterminio. Pero, en principio, los seres humanos podemos adaptarnos a casi todo y sobrevivir.
La Historia humana nos habla de civilizaciones muy diferentes. Unas, por ejemplo la espartana, buscaban criar guerreros fuertes y sin más vínculo emocional que la pasión por la patria. No en vano mataban a los bebés débiles, exponían a las más duras pruebas a los niños y valoraban, sobre todo, la capacidad de hacer la guerra y defender a Esparta. No se si serían felices, pero sin duda no es la forma de felicidad que esperamos ofrecer a nuestros hijos.
Sin acudir a referencias tan extremas, es evidente que nuestra forma de organización social, familiar, nuestros valores y creencias, nuestras normas y estructuras de poder difieren enormemente de una cultura a otra.
Volviendo al tema de la paleontología y la antropología, su importancia para entender al ser humano y especialmente, a nuestros hijos, sus reacciones y sentimientos, es muy válida.
Nuestra especie
El ser humano, el sapiens sapiens, tiene una existencia como especie diferenciada de unos 120.000 años, aunque previamente hay un largo proceso de hominización que desemboca en nuestras características particulares.
Genéticamente somos iguales a cualquier cromagnon que habitaba en una cueva y cazaba en tribu. Más allá de eso, somos descendientes de una línea genética que se remonta a más de un millón de años, adaptada a un medio natural y con una forma de vida consecuente con este.
Nuestros genes son de cazadores recolectores y nuestras crías son como son porque tenemos esos genes, los de unos monos que alcanzaron la bipedestación, desarrollaron enormes cerebros y se buscaban la vida cazando y recolectando en grupos pequeños.
Hace 10.000 años empezamos a cultivar y a hacernos sedentarios. Biológicamente, esto ya es una adaptación cultural muy novedosa y breve en el tiempo. No nos ha dado tiempo a modificar nuestra herencia genética ni nuestra adaptación natural a este nuevo medio. No hablo ya de la sociedad industrial, que tiene poco más de 200 años. Somos unos recién llegados a la especie, con un enorme éxito pero dependientes en nuestros instintos y reacciones de nuestra herencia.
Características del Homo Sapiens Sapiens
Analicemos entonces el ser humano como conjunto, adaptable culturalmente, pero naturalmente dotado de unas determinadas características que son muy evidentes en nuestros hijos, especialmente en los bebés, que son puro instinto aunque dotados de una enorme capacidad de aprendizaje, que es lo que, al final, caracteriza al ser humano.
Aprender es nuestra gran capacidad y lo que nos ha dado el éxito evolutivo y la expansión extraordinaria de la especie. Y eso es lo que nuestras crías desean hacer. Pero, para hacerlo en las mejores condiciones y emocionalmente seguros, necesitan que nuestra crianza y educación sean lo más coherentes posibles con sus características como especie.
La cría humana y su dependencia
La bipedestación y el tamaño craneal han condicionado que las crías humanas nazcan con una acusada dependencia. No pueden alimentarse por ellas mismas, de hecho, no son siquiera capaces de agarrarse a la madre, que, de todos modos, ha perdido el pelo de los simios. La leche humana fluye de forma casi continua cuando el bebé es llevado al pecho y mama, su concentración de grasas es comparativamente baja, como sucede en todas las especies que usan el amamantamiento a demanda y frecuente.
Otros animales, los que usan guaridas, producen leches con alta concentración de grasa para que la cría pueda quedarse sola esperando a la madre. Nosotros no, nosotros debemos llevar en brazos a la cría, limitando mucho a la madre, y les damos una leche que necesita un amamantamiento frecuente.
Esta dependencia extrema de la madre se soluciona con algo que todos los mamíferos tienen pero que en la hembra humana es de una enorme potencia: el instinto maternal que vincula emocionalmente a la madre y al bebé, para que sea satisfactoria una crianza tan absorvente. Por eso nuestro bebé reclama a la madre y quiere ser llevado en brazos, es un entorno natural, tanto en lo que se refiere a su alimentación, como en lo que se refiere a su supervivencia. Un bebé dejado en el suelo era un bebé muerto si su madre se alejaba. Por eso el niño humano instintivamente reclamará a su madre o cuidador de confianza si es dejado solo. Eso revela que es un niño sano, instintivamente programado para sobrevivir.
La dificultad relativa del parto de la hembra humana se explica por la conjunción del mayor perímetro craneal de la cría, que, aunque el ensanchamiento de la pelvis soluciona en parte, se produce en una posición ventral acodada, ya que hay un ángulo recto en la pelvis y vagina que la cría debe recorrer.
Veremos en el siguiente tema otras características de la especie humana y específicamente de nuestras crías vistas desde la explicación de la antropología y la paleontología que exponen las circunstancias en las que ha desembocado la hominización de estos primates mamíferos de gran cerebro y larga infancia que somos los seres humanos.
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