Al educar con respeto sembramos respeto. Hablé en un tema en el que anteriormente abordaba esta cuestión de lo inevitable que es la vida y en la crianza el encontrarnos con coflictos. Con los niños, especialmente, somos nosotros, los adultos, quienes debemos guardar la compostura y ser pacientes, pues enseñarles el respeto se hace con el ejemplo, y no con las amenazas o el chantaje emocional.
Pensemos en cuando nos encontramos sobrepasados por la tensión y muy enfadados. A nosotros mismos nos puede resultar complicado hablar en ese momento con serenidad. Si se trata de un niño, con menos experiencia en el manejo de las naturales emociones negativas, el problema es doble. Sin embargo a veces nos empecinamos en que razonen y se calmen en esos momentos. Y eso es un error.
Cuando estas muy enfadado necesitas tu tiempo para serenarte y sobre todo, no sentirte juzgado, ni amenazado, ni que se burlen de ti. ¿Que nos gustaría que hicieran con nosotros? ¿Mandarnos a otro cuarto para que nos calmemos y rechazrnos, diciéndonos que no nos querrán si no nos controlamos? ¿A qué no?
Pues para un niño es igual. Necesitan que permanezcamos a su lado, sin obligarlos a verbalizar, y sobre todo, sin enfadarnos nosotros más. Dadas las condiciones de tranquilidad, pasado el momento de la rabia, habiendo sentido nuestro cariño, entonces estarán preparados para hablar, pero no en medio de la refriega.
Una vez encontramos el momento adecuado para hablar del conflicto no solo es preciso hacer propósito de buenas intenciones, hay que encontrar estrategias válidas para crear un clima en el que los conflictos futuros puedan evitarse o manejarse antes de que se vayan de las manos. La responsabilidad, de nuevo, es nuestra, de los adultos.
Deberíamos ser capaces, solos o con ayuda, de interpretar las razones por las que un niño tiene un comportamiento agresivo o incorrecto. Muchas veces se trata de cansancio fisico o emocional, de tensiones acumuladas en otros ámbitos, de situaciones que llevan gestándose mucho tiempo y que requieren, ante todo, de nuestra capacidad de exponer a los niños a espacios y tiempos no respetuosos con sus necesidades.
Y sobre todo, pensemos que cuando un niño quiere "llamar la atención" lo hace porque incluso un enfado por nuestra parte les da lo que más necesitan, nuestra atención. Así que, pongámonos en su lugar, tirémonos al suelo, a su nivel, en su corazón, y sabremos mejor que es lo que los inquieta e incomoda. Atención completa, serena y activa por nuestra parte es la mejor base para una comunicación positiva.
El clima de confianza es básico. El niño, igual que nosotros, tiene que sentirse libre para expresar sus sentimientos y miedos sin temor a ser juzgado, ridiculizado o regañado por ello. Nosotros nos equivocamos muchas veces y tenemos que dar ejemplo, siendo capaces de pedirles perdón para que ellos aprendan a hacerlo de manera natural, de corazón, sin imposiciones externas.
¿Queremos imponer disciplina? Pues nunca jamás recurramos a ninguna clase de violencia, sobre todo desterremos el azote y el castigo físico. Violencia es también la agresividad, los insultos, reproches y amenazas. Decirle a un niño que es malo, que no lo querremos más, compararlo con otros humillandolo de ese modo, hace mucho más daño del que podemos percibir. Socava su autoestima, su imagen de si mismo, la seguridad que necesita en que lo resetamos y amamos. Estamos para guiarle, para acompañarle, para darle ejemplo de empatía, no para asustarlos ni dominarlos.
El que salgan de nosotros respuestas violentas es fruto de lo que aprendimos con el ejemplo en la infancia y de carecer de instrumentos de comunicación más adecuados. Sin embargo, culpa de nuestros hijos no es, así que parte de nuestra labor como padres es reducarnos para disponer de nuevas herramientas no violentas.
Esta herramienta milagrosa es la empatía. Se trata de la capacidad de ponernos en el lugar del otro y sentir lo que él siente, piensa y teme. Al comprender lo que mueve al niño podemos ayudarle y además, obra la magia de calmar nuestro enfado, pues si algo quieren los niños por encima de todo es sentirse amados y protegidos por nosotros. Sintiendo eso la violencia se disipa.
Si no somos capaces de controlar nuestras emociones y dejamos brotar la furia y la rabia, estamos enseñando a los niños que este es un comportamiento válido. Regañando, pegando o gritando enseñamos que eso es lo que se hace, en vez de enseñar a canalizar las emociones negativas de manera creativa y ofrecer así alternativas no agresivas a los conflictos.
Pegando enseñamos a pegar. Gritando enseñamos a gritar. Chantajeando enseñamos a chantajear. Burlándonos del que depende de nosotros enseñamos a despreciar al más débil. Y eso no es lo que queremos enseñar a nuestros hijos.
El niño que pide atención, respeto y cariño pero que recibe a cambio comentarios despectivos y rechazo, se sentirá muy dolido, desorientado completamente y en nada nos extrañe que interiorice esas respuestas para reproducirlas después. Es más, su agresividad puede verse acrecentada, oponiéndose con violencia y enfados a nosotros sin que entendamos bien a que se debe tanta rabia. En cambio, igual que nos pasa a nosotros en cualquier ámbito, si el niño se siente atendido, escuchado y respetado será mucho más cooperativo y estará más dispuesto a dialogar y llegar a acuerdos.
En resúmen, el respeto se enseña, no con plabras, sino con respeto.
En Bebés y más | Educar con respeto (I), Las consecuencias de los azotes