La segunda educación: madres que dejan de trabajar para reeducar a sus hijos adolescentes
Si hay algo en lo que todos los adultos estamos de acuerdo hoy en día es que a los niños hay que transmitirles unos valores a través del ejemplo, y mediante una educación que establezca unas normas mínimas de convivencia y de respeto para con los demás.
Estamos todos de acuerdo, pero en muchos casos esto no está sucediendo como debería y muchos niños llegan a la adolescencia con algún problema enquistado que brota en ese instante. Cuando adquieren cierta independencia y los padres dejan de ser sus referentes, muchos jóvenes empiezan a mostrarse rebeldes, en algunos casos agresivos, y muchas madres optan por ofrecer una segunda educación: dejan de trabajar para intentar reeducar a sus hijos.
Una tendencia al alza en Europa
Tal y como leemos en La Información, cada vez son más las mujeres que deciden dejar de trabajar cuando sus hijos llegan a la etapa adolescente. En España no se tienen datos aún de este fenómeno, pero se considera que es probable que llegue a suceder, sobre todo teniendo en cuenta que el acoso escolar es un problema lejos de estar resuelto, que el fracaso escolar sigue a la orden del día, que muchos jóvenes se muestran agresivos con sus amigos e incluso con sus propios padres y que a menudo no tienen ninguna motivación por estudiar (aunque a veces los entiendo: muchos se dan cuenta de que difícilmente tendrán trabajo por más formados que estén y saben que, en caso de tenerlo, eso supondrá llevar una vida similar a la de sus padres, de la que huyen porque los ven siempre ocupados y cargados de problemas y responsabilidades).
¿Cómo es posible que lleguen a la adolescencia de esa manera?
La pregunta del millón. Una pregunta que da para un libro entero, para una tesis, para horas de charla y debate. Voy a intentar resumirlo tal y como yo lo veo, a riesgo de quedarme corto y a riesgo de errar en el diagnóstico, básicamente porque hablo desde mi posición de padre.
Para empezar, quiero dejar claro que adolescentes problemáticos los ha habido toda la vida. ¿O acaso en nuestra época no teníamos compañeros o amigos con problemas en el colegio, en el instituto y con sus padres?
Esto no quiere decir que la adolescencia sea de por sí un periodo problemático como tal (la edad no justifica el mal comportamiento), pero sí quiere decir que es una etapa complicada para muchos chicos y chicas, que ven que la vida les empieza a cambiar, que están aumentando sus responsabilidades, que empiezan a conformar una autoestima mayor o menor, y que empiezan a comparararse con sus iguales tanto a nivel físico como psicológico y social.
Así aparece el deseo de ser aceptado/a, de pertenecer al grupo, de poder ser uno más y de, en cierto modo, aspirar a tener una cierta popularidad; o bien, en una situación totalmente contraria, ante el miedo a no lograrlo aparece la solución de buscar el refugio y la protección en el aislamiento de vestirte y comportarte muy diferente a la mayoría (es otra manera de sobrellevar la adolescencia: crear una imagen agresiva o llamativa que sirva como escudo).
Pero antes de esto, antes de medirte con tus iguales y de tratar de encajar o preferir no hacerlo, están los años que has pasado con tus padres. Gran parte de la persona que serás viene determinada por esos años, por la educación que te han dado, y si un niño sale de esa época con ciertas carencias es más fácil que la adolescencia sea tormentosa.
El autoritarismo que hace años quedó atrás
Muchos somos hijos del autoritarismo, de una época en que se hacía lo que decían los padres a riesgo de castigo o cachete si no les hacíamos caso. Consideraban que así se ganaban nuestro respeto cuando lo que estaban cosechando era miedo. Los niños teníamos muy poca capacidad de decisión porque nuestra vida era controlada por ellos de manera que si lo hacíamos bien no pasaba nada, pero si lo hacíamos mal (según su baremo), se nos hacía algún tipo de daño físico o psíquico para que no tuviéramos intención de repetir.
Aunque a ojos ajenos éramos niños muy obedientes y bien educados, en la adolescencia afloraba a menudo la búsqueda de la libertad de que se había carecido y aparecían actos de rebeldía importantes, ese "Que le den a mis padres, que ahora voy a vivir a tope".
Sin embargo, en ocasiones, los chicos habían llegado a tal nivel de sumisión que ya ni eso sucedía: muchos quedaban relegados a seguir acatando órdenes con muy poca personalidad y muy poca capacidad analítica, saltando de la niñez a la adolescencia, y de allí a la edad adulta buscando siempre una referencia sobre la que guiarse; una referencia como podría ser un profesor, un amigo más dominante, el jefe, una pareja que le siguiera diciendo cómo proceder, o el mismo padre: un adulto con su propia familia consultando aún cuál es el mejor camino a su padre, y si no, pensando en su interior cuál sería la decisión que el padre tomaría (hay personas que incluso después de que su padre haya fallecido siguen funcionando de este modo). ¿Cómo tomar decisiones sobre algo, si sus padres siempre las habían tomado por ellos?
La permisividad o falta de paternidad que llegó después
Tras esa época en que los padres actuaban de guía estableciendo unas normas clarísimas (aunque los padres muchas veces pasaban poco tiempo con los hijos su influencia sobre los hijos era muy fuerte), llegó una época en que los padres quisieron romper con ello y hacerlo diferente.
Sin la guía de la transmisión de padres a hijos (sin repetir lo que los padres hicieron con ellos), estos nuevos padres quedaron un poco a la deriva, sin una referencia clara de cómo actuar, y aparecieron algunos estilos de paternidad que se observan hoy en día (no son excluyentes, hay padres que pueden comportarse en base a uno o más modelos de paternidad):
- Los padres permisivos: tras esa época, los hijos del autoritarismo se han dicho que eso de castigar, pegar y someter a los niños no es correcto, así que optan por un tipo de educación muy diferente en la que el niño está por delante de todo. Como sus padres no les dejaron decidir nada, el niño puede tomar sus propias decisiones en cualquier cuestión. Como los padres les regañaron cada vez que hacían algo mal, ellos evitan regañar al niño. Como ellos sintieron temor, y hasta miedo a la figura de sus padres, sus hijos deben tenerles cariño, pero nunca miedo, y serán casi como amigos.
- Los padres hipervigilantes o helicóptero: dolidos en su autoestima, sintiéndose lejanos a sus padres a nivel emocional, consideran que lo mejor para un hijo es darle todo su cariño, todo su amor, todo su tiempo, en forma de cuidados y atenciones. Sus hijos "no lo pasarán ni la mitad de lo mal que ellos lo pasaron", se dicen, así que se convierten en sus guardianes y, sin quererlo, también en sus mayordomos. Así, estos padres casi viven la vida de sus hijos tratando de evitarles cualquier problema incluso antes de que aparezca, sobrevolándolos siempre para que no coman lo que no deben comer, no estén con quien no deben estar, no se hagan daño, no discutan con ningún niño, no se cansen, no se ensucien, etc.
- Los padres aduladores: conscientes de que vivieron su infancia y adolescencia con un nivel de autoestima muy mejorable, con muchos complejos, y conscientes de que aún como adultos arrastran gran parte de esos problemas de autoconcepto, muchos padres optan por tratar de prevenir esto con sus hijos haciéndoles creer que son casi perfectos, exagerando sus cualidades para que tengan una alta autoestima ya desde pequeños.
- Los padres poco involucrados: probablemente arrastrando carencias de épocas pasadas, a menudo emocionales, siguen tratando de encontrar sentido a sus vidas mientras por el camino forman una familia y tienen hijos. Suelen estar muy ocupados siempre y apenas tienen tiempo para sus hijos, tanto por cuestiones de trabajo como porque suelen tener siempre cosas más importantes que hacer (aunque sea ir a tomar algo con los amigos, o similar). Son los del "Ahora no, hijo, que estoy haciendo algo importante", "Ahora tengo que irme, pero luego jugamos un rato" y el "Otro día será, que hoy no puedo".
Tanto los padres permisivos como los padres hipervigilantes se dan en cuerpo y alma a sus hijos. Esto es muy positivo, si así lo sienten, en los primeros meses de vida; me atrevería a decir que incluso hasta los dos años más o menos, porque los bebés son seres totalmente dependientes que necesitan cariño, contacto, amor y respeto.
Sin embargo, a partir de esa edad, el padre debe ir dejando de estar a expensas de todos los deseos del niños porque en ese momento no todas sus demandas son necesidades básicas. Claro que no hablo de cambiar de la noche a la mañana: es algo muy progresivo, es la respuesta a la aparición de deseos, peticiones, caprichos o incluso órdenes por parte de los niños, que esperan una reacción por nuestra parte.
Ahí es cuando el padre (o la madre) empieza a ejercer como figura de apoyo, como guía, con su ejemplo y su diálogo, para ir explicando cuando haga falta por qué no se puede hacer alguna cosa, o por qué no se puede hacer en ese momento. A menudo el padre podrá ceder a la petición del niño, y no está mal porque así se enseña a los niños a ceder también, pero en otras ocasiones no podrá hacerlo, o no querrá hacerlo, y eso provocará un enfado en su hijo. Ahí es cuando el padre empieza a educar, cuando le explica que entiende su enfado y le argumenta por qué no puede ser lo que el niño quiere en ese momento (y luego, tras decirle lo que no puede ser, le dice lo que sí puede ser para que la rabieta no sea eterna).
Si esto no sucede, si los padres siguen durante meses y años al servicio del niño, si le siguen pidiendo que les diga cómo quiere vivir, es habitual que el niño empiece a exigir cada vez más cosas, con menos paciencia, con más ahínco, hasta el punto de anular totalmente a sus padres (suele suceder a partir de los tres años y la cosa se enquista hacia los cinco o seis, cuando los padres sienten que están ya totalmente dominados por su hijo).
Se dice que son pequeños dictadores porque se comportan como tal. Y no es que ellos quieran, es que se les carga, con tan poca edad, la responsabilidad de toda una familia. Al quedar los padres relegados a los deseos del menor, es él quien tiene que marcar los tiempos, el que tiene que decidir a qué jugar, cuándo, qué comer, en qué momento, cómo vestir, cómo actuar, qué hacer después, y todo eso es demasiado para un niño tan pequeño.
En una situación así, los niños no tienen otra que extremar sus funciones, incluso haciendo daño a los padres, para intentar hacerles saber que ellos no pueden ni deben tener el control de la dinámica familiar. Dicho de otro modo, muchos niños acaban sometiendo a sus padres para decirles así, porque no saben de otra manera, que necesita que cojan las riendas de la familia y sean ellos los responsables del bienestar de todos, y no él: "Haced de padres de una vez, porque fijaos en lo mal que lo hago yo, que con lo pequeño que soy tengo que ser 'mi padre' y también 'el vuestro'".
Por otro lado, sobre esa edad, los dos años, los niños empiezan a ser cada vez más hábiles y autónomos, y tratarán de hacer cosas que aprenden de nosotros. Si los controlamos, si evitamos que las hagan porque les pueden salir mal, porque tardan mucho o porque queremos seguir estando a su servicio, estaremos coartando la progresión de su autonomía y cayendo en el modelo de padres helicóptero ("Ya te visto yo, que acabamos antes", "Ya te doy yo de comer para que no te manches", "Ya te enjabono yo aunque seas capaz de hacerlo", etc.).
Finalmente, en el caso de los padres aduladores, lo que se crea en el niño es una falsa autoimagen. Pleno de piropos y acostumbrado a oír a sus padres hablar maravillas de él, empieza a creer que de verdad está por encima de los demás niños, que de verdad es capaz de hacer cualquier cosa, y como tal puede llegar a considerar que tiene más derechos que ellos, que merece más atenciones y que siempre debe ganar (sus padres siempre le han hecho saber que es el "más", el "mejor", que no hay nadie como él).
Esto, obviamente, es una bomba de relojería, porque en el momento que empiece a relacionarse con otros niños y exija su trono chocará frontalmente con los deseos y las inquietudes de esos pequeños de su edad que no tendrán ninguna necesidad ni ganas de tratarle como él cree que debe ser tratado. Para ellos será uno más, y no tendrán ningún reparo en ganarle en los juegos (porque los padres a menudo les dejan ganar para evitar su frustración y aumentar aún más su autoestima) y en hacerle saber que no es tan especial como cree.
El problema es que esto no es tan fácil como poner a un niño con otros para que vea que es uno más. El niño excesivamente adulado no cambia de parecer tan fácilmente porque en casa se sigue alimentando su ego, de manera que sigue creciendo creyéndose capaz de hacer cualquier cosa, a menudo sin esfuerzo, y a menudo con el refuerzo de unos padres que siguen sin ser sinceros cuando, tras aparecer los primeros problemas, defienden su postura: "Si te han ganado esos niños seguro que han hecho trampas", "Si la profesora no te ha puesto más nota, seguro que te tiene manía", "Iré a hablar con quien haga falta para que valoren como debe ser tu trabajo", "Tranquilo, cariño, pronto se darán cuenta de todo lo que tú vales".
Esto, hasta que llega una edad en que el niño finalmente se da cuenta de la trampa, que suele coincidir en una época cercana a la adolescencia, o en esa misma etapa. Cuando llega al instituto, nadie le conoce y debe hacer nuevas amistades. Entonces empiezan a trabajar en equipo, observa a los demás, sus habilidades, su manera de ser, y a partir de ahí hace autoevaluación de sus capacidades y habilidades; en ese momento se mide con ellos... y ahí se da cuenta de que la exageración era evidente, que él no es especial (o no es más especial que los demás), que ha vivido una mentira toda su vida y su autoestima, construida sobre un globo demasiado hinchado, se va a pique al darse cuenta de que es uno más.
A pique, como a pique se va su confianza en unos padres que no han sabido criarle en el mundo real, sino que le han construido siempre una realidad alternativa, una suerte de Matrix, un país de las maravillas imaginario, en que ha vivido engañado y manipulado. Imaginad cuáles pueden ser las consecuencias en una etapa tan delicada.
La falta de tiempo
Siempre había pensado que el problema de muchos adolescentes era la falta de tiempo de sus padres... que estos no estaban lo suficiente con ellos y por eso tenían carencias que afloraban en esa edad tan complicada, cuando todo se complica con la llegada de nuevos referentes y del grupo de iguales.
Sin embargo, me he dado cuenta (al menos ahora lo veo así), que no es tanto la falta de tiempo de los padres, sino la falta de guía, de acompañamiento, de confianza, de relación, de comunicación...
Es lo que acabo de explicar. Si unos padres no están (los padres poco implicados), porque apenas pasan tiempo con su hijo, la falta de guía y ejemplo hace que los niños tengan que buscar sus referentes fuera y que sientan siempre la falta del amor y la calidez de una familia. Es normal que en la adolescencia puedan surgir problemas porque no hay comunicación ni apenas relación.
Pero si unos padres sí están, y su modelo de paternidad se mueve entre la permisividad y la hipervigilancia, y quizás caen también en el exceso de adulación, el resultado no siempre será mucho mejor. La permisividad no ofrece una guía clara al niño tampoco, y muchos niños no tienen muy claro qué está bien o qué está mal (con situaciones tan absurdas como ver que el niño está molestando a otros niños o adultos y los padres no decirle nada para no contrariarle); la hipervigilancia tampoco ofrece guía porque no deja al niño autonomía para aprender y desarrollarse, de manera que cuando sale al mundo espera que los demás sigan haciéndole las cosas, como si fuera su obligación; y el exceso de adulación, ya lo he explicado: le hace creer que está por encima del bien y del mal.
No es solo la falta de tiempo con los hijos, es la falta de referencia paterna y materna. Yo mismo he navegado por momentos en esos modelos como padre. También falto de referencia, porque mi padre fue autoritario, fui comprendiendo al nacer mi hijo cuál había sido mi infancia, cuál la educación recibida, y qué era lo que no quería transmitir.
No iba a repetir el modelo de amenazas, castigos y cachetes, e iba a estar mucho más presente en sus vidas de lo que estuvo mi padre (tampoco era muy difícil, porque él apenas estuvo). Así que, sin esa referencia, fui construyendo nuestro modelo educativo basado en el cariño, el respeto y el amor.
Es el modelo de cuidados y atención al niño que más nos hace enamorarnos de él y que más ayuda a aprender de ellos. Es la segunda oportunidad de vivir una vida menos estresante, de saborear otra vez el amor más puro, de recuperar la esencia del dar a cambio de cariño, de bajarte del mundo loco en el que nos movemos para sumarnos a los ritmos del niño.
Pero es un modelo que, mal entendido, puede hacer caer a unos padres en el permisivo del que he hablado, porque al bebé y niño se le da mucha libertad, pero esta debe ser acotada. Como se dice habitualmente, la libertad de uno acaba donde empieza la libertad del otro, y esto quiere decir que los niños deben conocer las normas de convivencia básicas, y deben aprender a respetar a los demás, niños y adultos, del mismo modo que él debe aprender a exigir respeto.
De igual modo, debe recibir unos valores de los padres, esos que con el ejemplo y el diálogo se transmiten día a día para que los niños vayan aprendiendo lo que está bien y lo que está mal. Porque los niños de hoy en día no viven en una comunidad donde todo es bondad y felicidad, buenas palabras y buenas intenciones (si así fuera, apenas haría falta educarles); los niños de hoy en día viven en un mundo lleno de competitividad, falto de empatía, cargado de manipulaciones, de intereses y de personas que pueden herirte solo por el placer de hacerlo, que pueden aprovecharse de ti (y herirte igualmente) y pisarte si con ello logran algo.
Claro que no todo el mundo es así, pero eso existe, está en la calle, ellos van a vivir ahí, y es nuestro deber enseñarles a separar el grano del trigo.
¿Volviendo a educar en la adolescencia?
Así llegamos al punto en el que están muchas madres europeas, y quizás españolas, que dejan de trabajar para intentar ser la guía de sus hijos porque, por alguna razón, les ha podido faltar en la infancia.
Creo que es una buena decisión, pero no siempre será efectiva (imagino el rechazo del adolescente a esta medida y me entra el tembleque). Dice Jesper Juul en su libro "Su hijo, una persona competente", que la educación de un niño se le brinda hasta que tiene 12 años. A partir de esa edad los niños abren sus alas y empiezan a intentar alzar el vuelo, y entonces ya no miran tanto a sus padres, sino que se fijan en sus nuevos compañeros de vuelo. Entonces lo que debe quedar es la confianza de haber hecho bien el trabajo.
Con esto quiero decir que sí, aún puedes ayudarle si tiene problemas, pero entonces será mucho más difícil, y aún más si madre e hijo no tienen una relación de confianza y una buena comunicación. Probablemente necesitarán ayuda profesional para aprender a hablarse, a comunicarse, a coger confianza y empezar a restablecer los lazos que en algún momento se rompieron.
Y es que quizás, más que reeducar a los adolescentes, tendríamos que hablar de recuperar las relaciones.
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