Inicié recientemente este curso virtual de paternidad y maternidad conscientes, en el que quisiera incluir aquellas competencias que considero básicas para poder ser los padres que nuestros hijos merecen tener. Vamos hoy a hablar de la ira y el autocontrol.
Hablába en el tema anterior de lo importante que resulta saber expresar y transmitir el amor que sentimos por nuestros hijos. Tan importante como la comunicación de este sentimiento es nuestro autocontrol cuando las situaciones nos desbordan. La ira, esa emoción cargada de negatividad y desencadenante de violencia es una emoción normal y humana, pero creo que todos estaremos conformes en que no debemos arrastrarnos por ella y descargarla en los niños.
Tanto las circunstancias externas como la propia dinámica de la relación con nuestro hijo pueden llevarnos a sentir ira, y llevados por ella, tener comportamientos agresivos o violentos.
Luego podemos justificarnos diciéndonos que el niño nos ha sobrepasado, que estábamos agotados o que tenemos tantos problemas que nuestra tolerancia a la frustración es mínima, o incluso, decir que unos gritos o unos azotes no han hecho mal a nadie. Pero creo que conocer las causas de la ira y aprender a canalizar esas emociones negativas pueden sernos de mucha ayuda.
Pueden ser muchas las causas y situaciones que se asocian a la ira y su expresión. Lo más interesante es darnos cuenta que suele emerger rápidamente, sin que muchas veces se realice una previa valoración cognitiva.
La ira explota antes de pensar o tras pensamientos que son como centellas: la realidad es que la ira nace de la frustración de nuestras metas (en sentido general) o de una intensa aversión hacia el estímulo o situación que se está viviendo. Si no tenemos lo que queremos la ira puede aparecer.
La frustración como desencadenante de la ira
La frustración llega cuando no logramos nuestro objetivo. Si el objetivo es imposible de conseguir podemos sentir tristeza, pero si pensamos rápidamente que nuestras acciones pueden llevarnos a él la ira emerge. Un ejemplo típico sería el de un vecino que pone la música muy alta y no nos deja descansar y damos un puñetazo en la pared. Llevado esto hacia la crianza el ejemplo sería, por ejemplo, el de nuestro hijo agarrado a nuestra pierna sin dejarnos andar, o interrumpiendo cualquier conversación con un parloteo constante, o llorando desconsolado sin que sepamos que hacer para calmarlo. Un fuego se enciende dentro y solo queremos gritarle furiosos.
Transgresión de las normas
Otro de los desencadenantes de la ira es el observar que nuestros derechos o los de otros son vulnerados. Igual que sentimos ira cuando leemos una noticia sobre un asesinato, el mismo proceso desencadena la ira si vemos como alguien se nos cuela en la cola del supermercado. La rabia de la injusticia nos enardece.
A veces la ira es justa, podemos decir. Pero este mismo mecanismo desencadena la ira si nuestro hijo transgrede una norma que consideramos básica, como por ejemplo cuando, en un despiste, ha cogido un rotulador y nos ha pintado toda la pared del salón. O peor, si le pega a su hermanito pequeño cada vez que nos damos la vuelta.
Como padres, tenemos que entender la emoción que nos invade. la ira, pero también modular su expresión, no dejarnos llevar por ella gritando o pegándole al niño, y, de paso, valorar si la norma transgredida es de verdad importantísima.
Extinción de contingencias aprendidas
Esta causa de la ira signfica que algo que estamos acostumbrados a que suceda de forma congruente con nuestra acciones, no sucede. Un buen ejemplo es esa máquina que se atasca cuando ponemos monedas y terminamos diciendo palabrotas y hasta dándole un patada. Con los niños también sucede: cuando no se quieren comer eso que siempre se comen, cuando se resisten a vestirse o cuando no quieren dormirse una vez hemos hecho lo que todas las noches hacemos (baño, teta, cuento... lo que sea).
Situaciones adversas
El estar nosotros viviendo una situación desagradable físicamente nos hace más vulnerables a la ira. Un ejemplo sería el del enfermo crónico de dolor de estómago, que está siempre de mal humor y todo le molesta. Esto también nos puede suceder en la paternidad: si estamos agotados, tenemos un dolor o una enfermedad o si el ambiente es desagradable (hace mucho calor, frío, tenemos hambre...)
Cuando esto sucede deberíamos ser capaces de identificar la causa de nuestra ira, que rara vez es el propio niño, que simplemente está siendo un niño y viviendo también sus emociones y frustraciones (que las tienen). Hay que pararse y respirar hondo, dándonos cuenta que ese enfado más que por querer que el niño se de prisa, es porque no nos encontramos bien.
Y es que, aunque la ira sea una emoción que nos enardece antes de valorar la situación cognitivamente, podemos controlarla y no descargarla en los niños.
No todos reaccionamos igual
No todas las personas reaccionan igual ante la ira. Cuando mayor sea su autoestima y menor su narcisismo más facilmente controlaran la expresión colérica y menos dados serán a reaccionar con agresividad o violencia.
Además, la sanción colectiva de la ira tiene mucho que ver en la capacidad de autocontrol. Si nuestro contexto considera válidas la pérdidas de control, tendremos menos resistencia a dejarnos llevar. Por eso, por ejemplo, y ya refiriéndonos a la paternidad, depende mucho del entorno la forma en la que los padres reaccionan cuando el niño los frustra: cuando no hay espectadores, si nuestros amigos no son partidarios del cachete, nos controlaremos mejor; si, por el contrario, el entorno es poco sensible a las expresiones negativas de la frustración infantil y abogan por ser duros con ellos, menores serán nuestras restricciones para descargar la ira en el niño.
Las fórmulas para controlar nuestra ira hacia los niños son muchas y os aseguro que dan resultado. Contactar con nuestro niño interior, romper la situción frustrante, empatizar conscientemente con el niño y rodearnos de personas que no descargan sus enfados en sus hijos son algunas de las que mejor resultado dan.
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