Desde que se declarara la cuarentena en España, todas las tardes a las ocho salimos a las ventanas y terrazas para fundirnos en un sentido aplauso. Este gesto espontáneo va dirigido a quienes están cuidando de nosotros durante la crisis del coronavirus, y es una emotiva forma de transmitirles nuestro agradecimiento.
Pero he pensado que a partir de ahora también dirigiré este aplauso a mis hijos, y a todos los niños que están viviendo esta situación como auténticos héroes. Niños que, de la noche a la mañana, se han visto privados de su cotidianidad, de sus amigos, de sus familiares, de sus juegos al aire libre... Niños que no terminan de entender lo que está ocurriendo, pues si nos cuesta a los adultos asimilar toda esta locura, ¿qué no estará pasando por sus inocentes cabecitas?
Fue el martes de la semana pasada, pero parece que ha pasado una eternidad. Aquella tarde, a la salida del colegio, los padres nos preguntábamos preocupados qué haríamos con los niños a partir de ese momento. Se acababa de anunciar el cierre de colegios en la Comunidad de Madrid, y en esos instantes confusos lo único que resonaba en nuestras cabezas era la palabra "conciliación".
Mi hijo mayor salió llorando del cole, probablemente a causa de la impotencia y la incertidumbre. Los profesores les habían explicado la situación, pero no habían sabido decirles con certeza cuándo volverían a las aulas. Ninguno lo sabíamos, realmente.
Los primeros días en casa fueron caóticos. A mis hijos, especialmente a los dos pequeños, les costaba entender que aunque no hubiera colegio, no estábamos de vacaciones. No podían ir al parque a jugar, ni visitar a los abuelos, ni merendar en casa de sus amigos.
"Todo esto es por culpa del coronavirus", le decía mi hija de seis años a su hermano de cuatro. Y ambos parecían conformarse con aquella simple, y a la vez complejísima, explicación.
Hoy, diez días después, todavía aprecio cierta confusión en sus ojos. Pero han asumido increíblemente bien que ahora toca quedarse en casa, aunque a veces les sorprenda mirando por la ventana en dirección al parque, donde hace tan solo unos días corrían sin descanso, montaban en bicicleta y jugaban con sus amigos.
Pero cuando aún no me había recompuesto de su pregunta y de la bofetada de realidad que supuso, una vocecilla me sacó de mis pensamientos y me dijo: "Venga mamá, ¡vamos a bailar!" Y al mirarles ví de nuevo la alegría en su rostros y la inocencia de un corazón que no entiende de virus ni pandemias.
Seguro que en muchas casas se están viviendo momentos caóticos, demasiadas peleas entre hermanos y un excesivo tiempo de pantalla. Quizá muchas madres y padres se sientan desbordados y ya no sepan qué hacer para entretener a sus hijos. Yo misma me he sentido así en muchos momentos, y he estallado como un volcán fruto de la ansiedad.
Pero cuando eso ocurra propongo pararnos, desconectar de esta vorágine que nos envuelve y pensar un momento en ellos:
En nuestros niños, que de un día para otro se han visto obligados a modificar radicalmente sus rutinas, a separarse de sus amigos y sus seres queridos, y a dejar de correr libremente por las calles.
Esos niños que dan grandes lecciones a muchos adultos irresponsables, que siguen saliendo a las calles sin necesidad, sin ser conscientes del daño que pueden llegar a hacer al resto de las personas.
Esos niños que cumplen años en estos días y que a pesar de las circunstancias, y de no recibir regalos, no pierden la sonrisa y se conforman con escuchar las felicitaciones de sus compañeros a través de un audio de whatsapp.
Esos niños que tienen que seguir estudiando y aprendiendo sin sus profesores de referencia, que pintan arcoiris para colgar en las ventanas, que aplauden emocionados hasta dejarse las manos o que improvisan dibujos para papá en su Día.
Esos niños en cuyo vocabulario se ha colado una nueva palabra que está empezando a resultar demoledora para todos, pero que a pesar del nerviosismo que reina en sus ambientes, nunca pierden la esperanza y las ganas de bailar, de hacer deporte en familia y de ver lo bonito de la vida.