Tengo tres hijos, y entre ellos hay diferencias de edad muy dispares. El mayor se lleva seis años con el menor, mientras que la mediana y el pequeño solo tienen una diferencia de 18 meses. ¿Qué es mejor - me pregunta la gente - que los hermanos se lleven varios años o todo lo contrario?
Me gustaría compartir mi experiencia criando a mis dos hijos pequeños; qué ventajas encuentro a esta mínima diferencia de edad y también qué inconvenientes. Pero os adelantaré algo: si tuviera que definirlo en una única frase diría que "fue difícil al principio, pero ahora sé que tanto esfuerzo ha merecido mucho la pena".
Una bebé que dejó de serlo demasiado pronto
Una de las cosas que tenía claro que haría cuando nació mi segunda hija, fue disfrutar más de su etapa de bebé, y no desear que el tiempo pasara deprisa, como me ocurrió con mi primer hijo. Y es que, como madre primeriza que era, estaba emocionada con ver a mi bebé crecer y alcanzar hitos, y cada escalón que subía lo celebraba ansiando otro paso más.
Por eso, desde el primer momento en que sostuve a mi segunda hija en brazos, juré que viviría a tope aquellos primeros meses, y lo cierto es que lo hice. ¡Vaya si lo hice!
Mi niña arcoiris fue un bebé muy deseado, que vino a traernos luz después de un tiempo de tormenta. Su llegada al mundo fue maravillosa, mi hijo mayor acogió a su hermana con gran emoción y todos disfrutamos enormemente de la nueva estructura familiar.
Los meses pasaron rápida pero intensamente, entre colecho, porteo, muchos brazos y mucha teta. Dormía y despertaba con mi bebita sobre el pecho, y sus imborrables sonrisas llenaban nuestras vidas de una felicidad indescriptible.
Pero el deseo de tener una familia numerosa me rondaba continuamente. Ya soñaba con ello incluso antes de convertirme en madre por primera vez, así que en esos momentos en los que mi oxitocina estaba por las nubes, la idea cobró más fuerza que nunca.
Y así fue como celebramos el primer cumpleaños de mi hija con el anuncio de un nuevo embarazo. Sobre la mesa, una tarta con una única velita. Sobre mis rodillas, una bebé que aún no había comenzado a dar sus primeros pasos. En mi interior, una nueva vida que se abría paso entre una mezcla de emoción, alegría, dudas y miedo. Mucho miedo.
Unos primeros meses caóticos
Tras el nacimiento de mi tercer bebé comenzó una etapa bastante caótica, que en nada se parecía a lo vivido hacía poco más de un año con mi segunda hija. Ahora debía ocuparme de un recién nacido sin dejar de atender a mi bebita de año y medio, y todo ello envuelto en una serie de circunstancias personales que lo complicaban todo un poco más (familia lejos, anemia postparto, un permiso de paternidad demasiado escaso...).
Hubo momentos de absoluta locura, en los que sentí que me había precipitado no dejando pasar más tiempo entre embarazos. Escuchar a mis dos bebés llorar y no saber a quien atender primero me martirizaba. Por su parte, mi hija demandaba su espacio, sus brazos, su rato de porteo y su "momento siesta" sobre mi pecho.
Llegaba al final del día agotada, e incluso alguna vez me sentí frustrada por no haber sabido organizarme de otro modo con el fin de haber abarcado más. La carga mental de las madres... ¡cuánto daño hace!
Y de repente un día... todo cambió
No recuerdo cuánto tiempo duró exactamente esta etapa caótica. Quizá fueron tres o cuatro meses, pero lo cierto es que un día, de pronto, todo cambió.
Mi bebé comenzó a dormir varias horas seguidas, la lactancia se instauró y mi hija entendió el papel que jugaba ahora en la familia: era la hermana mayor del bebé, y él, lejos de ser su enemigo, era alguien a quien cuidar, amar y con el que jugar. ¡Y a partir de aquel momento las cosas empezaron a fluir y todo se volvió extremadamente fácil!
Aunque durante esa etapa ambos parecían ser "uña y carne", no fue hasta que mi bebé cumplió su primer año cuando se igualaron a todos los niveles. Su compenetración y conexión era tal, que la gente les confundía con hermanos mellizos. No sabían estar el uno sin el otro, se buscaban, se llamaban, y solo con estar juntos ya les bastaba.
Hoy, mis dos hijos pequeños tienen cuatro y cinco años y medio, y su relación continúa siendo igual o más intensa si cabe. Es maravilloso verles crecer juntos, apoyarse en todo momento y entenderse con solo mirarse a los ojos.
Así que cuando les veo durmiendo abrazados, consolándose el uno al otro o jugando sin tregua, sé que aquellos primeros y duros momentos merecieron la pena. Porque a veces el camino no comienza siendo fácil, pero el esfuerzo inicial acaba compensando con creces lo que viene después.