A menudo os decimos que un ejercicio muy recomendable a la hora de criar y educar a los niños es tratar de entenderles. Ser empáticos y ponernos en su lugar para saber qué están viviendo y, de ese modo, acercarnos un poco más a su aflicción o molestia y saber así el porqué de su comportamiento.
Hablando de bebés, hay muchos padres que no acaban de entender cómo puede ser que al dejar al bebé solo en la cuna o el moisés se eche a llorar, o que duerma cinco o diez minutos y se despierte de nuevo, cuando parecía que estaba traspuesto para horas, o por qué si se queda solo un momento, llora también, si está seguro entre las cuatro paredes de su habitación.
Pues la respuesta es bastante simple, pero pocos padres la conocen o la interiorizan: si tu bebé no te ve, no te huele y no te siente, no sabe que existes.
El moisés junto a la cama
Siempre se dice que el problema es cuando no te ve, y es cierto, pero hay algo más. Es decir, si no te ve, si te pierde de su campo visual, si desapareces, para él ya no existes. Y mientras esté distraído con algún juguete, color o cacharro en movimiento se olvidará de pensar en que no existes, pero como esas cosas tienen una diversión limitada, enseguida se dará cuenta de que está solo y echará a llorar.
Hay madres que se preguntan cómo es posible que teniéndolo al lado en la cama, sin tocarle, duerma medio bien y teniéndolo en el moisés, pegado a la cama, en teoría no mucho más lejos, duerma fatal.
Pues lo dicho, es posible que ahí, al lado de la cama, con la mínima luz de las lamparitas que ponemos de noche para verle ellos puedan abrir un momento los ojos, ver que estamos a su lado y seguir durmiendo tan tranquilos. Pero casi me decanto más por una cuestión de olor, de ruido y de reconocimiento de la presencia.
En el moisés, aunque está abierto, imposible que te vea. En el moisés, por tener cuatro paredes y quedar un poco hundido dentro nuestras respiraciones le llegan con menor fuerza, y posiblemente nos oiga muy lejanos. En el moisés, por tener cuatro paredes, podemos estar a su lado, incluso tocando el moisés, pero para él estaremos muy lejos.
En la cama, sin embargo, nos puede ver, nos puede oler sin problema, nos puede oír mucho más cerca y puede notar nuestra cercana presencia. Y si no la notan, pueden mover un brazo o una pierna para lograr el contacto. Y puede parecer mentira, pero esa piernita encima de nuestro cuerpo, esa manita que contacta con nuestra piel, son suficientes para hacerle sentir acompañado.
Las paredes que les protegen
Pasa algo parecido cuando es de día y ponemos al niño en una cunita, en un gimnasio o en un parque y salimos de la habitación para cualquier cosa (que ya sabemos que a veces hay que hacer la comida, contestar al teléfono, ducharse y cosas así). En cuestión de minutos, o segundos, el niño empieza a quejarse por estar solo. Tú crees que se queja por otra cosa, que se habrá hecho caca, que tendrá hambre o lo que sea, pero no, es cogerlo y dejar de llorar, soltarlo y volver a hacerlo, cogerlo y de nuevo calmarse.
Tú crees que es absurdo, que no hay ningún peligro, que está en casa, cobijado por un techo, unas paredes y protegido por mamá, papá o por ambos, que ahí no hay animales que puedan atacarle, ni lluvia que pueda mojarle, ni frío que hiele su delicada piel, ni un suelo lleno de piedras y huecos en los que pueda estar incómodo. No hay nada de eso y, sin embargo, no acepta estar ahí.
¿Por qué? Pues porque eso lo sabemos nosotros, papá y mamá, pero ellos no lo saben. Ellos no saben nada de techos, paredes, lluvias ni piedras. De hecho ni siquiera saben nada de animales y peligros. Ellos sólo sienten que estando solos no están bien y por eso piden contacto y cuidados. Ellos sólo saben que si no te ven, si no te huelen, si no te oyen y si no te sienten, no existes, y quieren que existas. Necesitan que existas.
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