Ahora entiendo por qué muchas parejas se separan al tener hijos
Creo que no descubro nada cuando digo que las parejas de hoy en día no duran como las de hace años. Es cierto que ahora también se casan menos, pero es que aunque empiecen un proyecto de vida juntos sin firmar ningún papel, muchas se rompen en poco tiempo y muchas cuando se tienen hijos.
¿Por qué? Porque tener hijos es muy fácil, pero cuidarlos, educarlos y seguirles el ritmo requiere de una dedicación y un compromiso que no todos los adultos tienen. Y lo he visto en las parejas y, en persona he vivido lo duro que puede llegar a ser (quizás porque tenemos tres). Vamos, que estoy en condiciones de decir que ahora entiendo por qué muchas parejas se separan al tener hijos.
Ser padres pone a prueba a la pareja
Tener un hijo pone a prueba la solidez de una pareja. Ya en el embarazo hay mujeres que me piden consejos, como hombre, por si hay algo que puedan decirles a sus maridos con el fin de hacerles entender cuáles son los cambios que se producen, por qué están más cansadas o por qué les cambia el humor y a veces, sin venir a cuento te sueltan un moco que no esperabas (un grito o arman una bronca por algo que no parece tener mucha importancia).
Y no sé muy bien qué decirles más allá del "dile que es hormonal y que tenga paciencia contigo, que no se lo tome como nada personal... ah, y dile que se vaya acostumbrando y que se comprometa con la decisión que también ha tomado, de ser padre".
Y es que lo más complicado llega después del parto, cuando el bebé ya está en casa y las dinámicas del hogar se modifican por completo. Cosas que hacía ella ahora las tiene que hacer él. Cosas que hacía él ahora no las hace nadie. Y llegas a casa después de trabajar, porque el permiso de paternidad es un chiste de lo corta que es, y te encuentras a una mujer agotada, todo por hacer y te pide, por dignidad, que le sujetes al bebé mientras se pega una ducha rápida, que sabe que en tus brazos llorará en 5 minutos, porque es la tarde-noche y a esas horas está imposible.
Y lo coges, lo acunas, lo calmas un rato, lo sujetas en tu izquierda y dejas libre la derecha para empezar a recoger algunas cosas. "¡Ten cuidado, no hagas cosas con el bebé que se te puede caer!", oyes desde el lavabo. Y sí, vale, pero es que si lo dejo llora y si no lo dejo esta noche cenamos con las manos, porque los platos están todos por lavar, y dormimos en bolas, porque la ropa sigue en la lavadora, tras un lavado que se llevó a cabo horas atrás, aún mojada.
Y esto es solo el principio, porque luego llegan las malas noches, el "levántate tú que yo no puedo más" y el "ve tú que yo mañana trabajo", el "no le dejes llorar, corre" y el "déjalo un rato que no le pasa nada", el "te está tomando el pelo" y el "los bebés no hacen eso", el "lo estás mimando demasiado" y el "no puedo soportar que sufra", el "pues mi madre me ha dicho..." y el "dile a tu madre que se calle la boca".
Y pasa el tiempo y vienen más hijos
Quizás no en vuestro caso, pero yo tuve uno, luego otro, y finalmente un tercero. Y cuando éramos dos discutíamos mucho, pero mucho, y realmente no recuerdo bien por qué era, pero eran todo cosas cotidianas y del día a día, y todo se debía a que ninguno de los dos dábamos más de nosotros.
Llegábamos a la tarde sin pilas y ambos exigíamos un poco más del otro. Y si no éramos nosotros, eran los niños quienes nos lo exigía. Y llegábamos al punto de comparar, en una extraña e insana competición, a ver cuál de los dos estaba más cansado o tenía más motivos para estarlo: "pues yo he recogido toda la ropa y planchado", "pues yo he tenido al niño todo el día", "pues yo en el trabajo he tenido un día terrible", "pues yo...". Y recuerdo pensar para mí: como tengamos un tercer hijo, nos separamos seguro.
Y llegó el tercero y estamos igual de cansados, y a veces discutimos, pero no sé por qué, lo hacemos menos que cuando teníamos dos.
Pero apenas hablamos y apenas nada
Nadie nos dijo en qué consistía esto de ser padres. Nadie te avisa. Nadie te dice lo difícil que es tener a unas criaturas con sus propios deseos e inquietudes, con mucha más energía que tú y unas necesidades que suelen ir en contraposición a las tuyas. Nadie te dice que dejas de hacer las cosas que te gustan porque si no, no hay manera de seguir adelante. Nadie te dice que acabas por no tener tiempo ni para hablar con ella.
Que llega la noche y te tumbas en la cama y la espalda cruje por todas las vértebras. Que en vez de mirarla y decirle cómo te ha ido el día le dices "bien, sin novedades" y te pones la tele, o una serie, o coges un libro, o te amorras al Facebook en el móvil: "¿Has leído el post que he escrito hoy?", "No cariño, no me ha dado tiempo... ¿has hecho aquello que te pedí?". "¿El qué?". Y cruzamos solo unas cuantas frases que poco tienen que ver con nuestras inquietudes, deseos o esperanzas... ni siquiera con nuestra opinión sobre algo. Acabamos por darnos las indicaciones oportunas para el día siguiente: lo que uno tiene que llevar al cole, lo que no tiene que llevar, "Ponle el chándal al uno", "Métele la carpeta al otro en la mochila", "Acuérdate de pasar por Correos a buscar el paquete que te dejaron hace más de una semana" y "Hay que comprar jabón de la lavadora, que no queda".
Y entre esas dos o tres frases y las indicaciones del WhatsApp van pasando los días, uno detrás de otro, casi sobreviviendo. Alternando momentos en los que juegas con los niños con otros en los que no, momentos en que dejas la casa impoluta con otros en los que ya no puedes más y pasas de todo. Y ella te dice "¿pero te das cuenta cómo te lo han dejado todo en un momento?". Y lo sabes, claro que lo sabes, pero era dejarles un rato y desconectar o ver cómo te salía parte del cerebro por las orejas, porque hay momentos en que vale la pena entrar en modo standby.
Como las noches, como digo, cuando sería un momento ideal para revitalizar la relación de pareja y la cabeza solo te da para mover el dedo de arriba a abajo en el móvil y para ir leyendo las novedades de las redes sociales... así, hasta que se te cae el móvil en la cara y te das cuenta de que valdría más apagarlo y cerrar los ojos, hasta mañana, por si al día siguiente surge ese momento que llevas años esperando (o ya no), en que ambos podáis reíros juntos de algo y explicaros anécdotas de viva voz, y no por el móvil.
Ya no somos los mismos
Y han pasado 9 años desde que nació el primero y miramos atrás, y pensamos en nuestras vidas de pareja sin niños y nos damos cuenta de que ya no somos los mismos. Yo no soy el mismo. Ya no soy ese Armando... tú misma me lo dices. Antes eras más alegre, más vivo, más cariñoso, más atento. Claro que lo era. Supongo que no tenía las mismas responsabilidades. Ahora trabajo mucho más, tenemos tres hijos a los que criar, cuidar y mantener y eso hace que se te arrugue el gesto y te salgan las canas. La edad, por supuesto, pero las obligaciones más.
Si ahora los niños se fueran unos días de casa, ¿qué sería de nosotros? Si es que no sabríamos qué hacer... quizás ni sabríamos cómo disfrutar. Trataríamos de hacer algo de lo que hacíamos cuando estábamos solos y probablemente nos sentiríamos hasta ridículos, como si ya no tocara. Y quién sabe si no nos daríamos cuenta de que ya no tenemos tanto en común como antaño. Cuántas parejas se dan cuenta con el paso de los años, cuando vuelven a tener tiempo el uno para el otro, que ya no están con la persona de quien se enamoraron.
Por eso muchas parejas se rompen
Así que muchas parejas se rompen por eso, porque ven que pasan los años y que los días son prácticamente un calco al anterior. Porque se dan cuenta de que la mayor parte de su energía la dedican solo a sus hijos: a llevarles aquí, llevarles allá, vestirlos, ducharlos, prepararles la comida, recoger la mesa, limpiar sus desórdenes, doblarles la ropa, prepararles las mochilas, ayudarles a hacer los deberes y así les dan las tantas, momento en el que solo apetece apagar el cerebro. ¡Claro que la gente solo ve televisión basura, si es que no apetece ni ponerte a pensar!
Y cuando intentan coger un poco de tiempo para sí, la pareja se queja porque ella también querría un poco más de tiempo, pero no lo tiene. Y discuten, y alguno no soporta más la presión, y dice que basta, que no pensaba que esto fuera tan duro y que necesita tiempo... que ya no reconoce en la otra persona a aquella de quien se enamoró y peor, que se mira al espejo y ni siquiera es capaz de reconocerse a sí misma. O que esperaba que fuera con los hijos una persona tan cariñosa como lo fue con la pareja, y no lo es... y chocan en la manera de educar, y discuten por ello.
Y ojo, no digo que lo justifique... a menudo falta implicación, o falta amor, o falta responsabilidad. Solo digo que lo entiendo.
Porque tenemos buen humor, que si no...
¿Y por qué mi pareja no se rompió? Pues no lo sé. Solo se me ocurre que porque a pesar de todo, a pesar del riesgo de un buen día darnos cuenta de cuánto hemos cambiado y de cuánto hemos dedicado a nuestros hijos, lo hemos hecho porque hemos sentido que debíamos hacerlo así. Ninguno se ha sentido obligado a hacerlo, aunque sí hemos discutido mucho por, como digo, cansancio.
Yo creo que si seguimos juntos es porque los dos tenemos mucho sentido del humor. Ella es alegre por naturaleza y yo soy más serio, pero dentro de mi seriedad, me tomo la vida con bastante filosofía y no necesito mucho para ser feliz. Además, he aprendido a reírme de mí mismo y de nuestra situación, así que muchas veces, cuando aparecen las ganas de echar a gritar o de salir corriendo, me pongo a reír... supervivencia lo llamo yo.
Y así, hasta que nos hagamos viejos y la muerte nos separe o hasta el día en que nos miremos a los ojos y no veamos la razón para seguir juntos. No lo sé.
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