El ser padre me ha posibilitado entrar en un mundo de bebés, madres y padres que desconocía por completo (lógico, previamente no me interesaba) y que me ha permitido saber muchas cosas de los padres antes de serlo y después de serlo.
Son muchas las personas que han visto cambiar su vida y su manera de pensar por “culpa” de tener en brazos a su propio bebé. Son muchas las personas que te dicen que antes de ser madre o padre pensaban que los niños eran así o asá y que había que tratarlos así o asá y que después, al verse en vereda, con su bebé enganchado a la teta o con el bebé durmiendo encima de nuestro pecho (a los padres nos encanta) explican que todo ha cambiado.
Yo soy uno de ellos. Soy uno de esos padres que tienen un antes y un después. Hoy os voy a explicar cómo es el padre que yo tenía que ser (al padre que soy más o menos ya lo conocéis).
Mi hijo no me tomará el pelo
Es tanto el miedo que tenemos las personas a que nuestros hijos se nos vayan de las manos, sobretodo teniendo nuestra adolescencia reciente y habiendo visto tantas historias como hemos visto, que acabamos decidiendo que haremos todo lo posible por conseguir que nuestros hijos no nos tomen el pelo, que no perdamos el control.
No perder el control supone controlar, y controlar mucho. Ser constante, tajante, no dejar pasar ni una, “esto se hace así y punto”, “castigado a tu habitación” e incluso, como se dice a menudo, “un buen cachete a tiempo evita muchos males futuros”.
Todo esto me parecía lógico y me parecía una buena manera de ser padre, básicamente porque era la manera en que yo había sido hijo. Miro el resultado y me veo como una persona honrada, honesta, humilde, correcta, educada y respetuosa. Viendo todo ello yo pensaba: pues haré lo mismo que hicieron mis padres para conseguir el mismo resultado.
El problema es que olvidaba al pensar todo ello aquellas veces en que pensé “cuando sea padre no seré así”, “yo lo haré de otro modo”,… frases que se olvidan cuando dejan de controlarte y empiezas a asumir más responsabilidades como persona.
También me parecía bien…
También me parecía normal que un niño llorara, para que aprendiera que no lo puede tener todo en la vida. Conocí a una mujer que dio el pecho a su hija durante más de dos años y me pareció absurdo y fuera de lugar. El biberón y la leche artificial me parecía la manera óptima de alimentar a un bebé pasados los 3 ó 4 meses, porque es lo que me habían explicado en la carrera y porque es lo que mi madre hizo con mis hermanos pequeños. Leí el libro del método Estivill para comer, y me pareció perfecto eso de “si no lo quieres, no te lo comas, ya te lo pondré para cenar, y así hasta que te lo comas”. Me gustaba la Supernanny porque enseñaba a controlar a esos seres maleducados en que se convertían algunos niños.
Y como he dicho, me parecía bien la educación recibida en la infancia, porque el producto de todo ello era yo, mi persona, con todas mis virtudes, muchas (creo yo) en comparación con muchas otras personas.
Sin embargo, cuando tuve un niño
Sin embargo, cuando tuve un hijo, cuando hablé de ello con Miriam, mi mujer, cuando mi hijo fue creciendo y fuimos aprendiendo, el padre que iba a ser empezó a aprender muchas cosas de la vida y empezó a revivir la infancia, a recordarla, a través de los ojos de su hijo.
Empecé a recordar, empecé a sentir que tenía muchas cosas positivas como persona, pero muchas cosas negativas, como falta de seguridad en mi mismo, una gran incapacidad para tomar decisiones, gracias a que nadie nunca me dejó tomarlas (el control del que hablaba), una autoestima así-así y demasiada dejadez con respecto a muchos asuntos (porque como nunca me habían dejado decidir, nunca me había sentido responsable de nada…).
Seguro que acabo de describir al 90% de la población y la mayoría dirá que es feliz y que le gusta ser así, pero yo creo que podría ser mejor persona, más equilibrada, si hubiera recibido una educación menos autoritaria y por eso decidí que todo el miedo que tenía a que mis hijos me controlaran debía desaparecer. No podía vivir pensando en controlarles, limitarles o disciplinarles bajo un régimen marcial. No podía ni quería, porque no me perdonaría acabar haciendo todo aquello que en su momento, en su día, odié. Así que decidí hacerlo de otra manera, más respetuosa, con más cariño, con más amor y dedicando a mis hijos más tiempo, mucho más tiempo del que mis padres me dedicaron a mí.
Este camino lo he recorrido yo y lo han hecho muchos otros padres y madres, que han pasado de ser un proyecto de padre tradicional que sigue con la línea que sus padres les marcaron a ser unos padres y madres innovadores, más cercanos y cariñosos, más pacientes y democráticos.
Algunos se han pasado tres pueblos y quizás algún día haya que hablar de ello, porque veo a menudo a padres que en casa no tenían voz ni voto como hijos que ahora tampoco tienen voz ni voto como padres. Veo niños poco respetuosos con las personas que les rodean ante la impasibilidad de sus padres, educando así a niños igual de problemáticos, o aún más, que aquellos que fuimos excesivamente controlados y humillados.
Pero de esto hablaremos otro día. Hoy toca hablar de ese punto de lógica, disciplina (no autoritaria), cariño y diálogo que muchos padres tratamos de encontrar para lograr que nuestros hijos sean honrados, honestos, humildes, sinceros, respetuosos, educados y correctos (como me considero yo gracias al autoritarismo) y además que sean capaces de pensar, tomar decisiones, quererse, ser capaz de dialogar de tú a tú, de mantener su postura ante los demás y argumentarla y de ser capaces de hablar abiertamente de las emociones.
¿Misión imposible? Sí, sin duda, pero nadie podrá decirnos que no lo intentamos. Que nadie me diga nunca que no lo intenté.
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