Desde que soy padre me he ido dando cuenta poco a poco de la existencia de un mandamiento básico a la hora de hablar de los niños: la prisa siempre ha sido mala consejera.
Para criar a un niño hace falta poco más que paciencia y la prisa que nosotros tengamos es inversamente proporcional a lo rápido que están dispuestos nuestros hijos a hacernos caso.
Si a esto sumamos que en el momento en que llegamos tarde o queremos ir rápido nuestras peticiones se transforman en mandatos y lo que es relativamente importante pasa a ser vital, obtenemos un conflicto casi inmediato.
Nuestras acciones se aceleran, queremos vestirlos ahora y que dejen de hacer lo que estén haciendo ya y, como digo, los niños acaban enfadándose o negándose a llevar nuestro ritmo porque, parece que nos lo quieran decir clarito, “papá, no es mi culpa si se te ha hecho tarde” y “papá, yo no tengo reloj, de hecho, no sé ni qué es eso del tiempo”.
Y lo siento por todos los padres que nos hemos desesperado y por todos los niños que han tenido que hacer las cosas a regañadientes, porque en este caso, la razón la suelen tener ellos.
En una relación padre-hijo existen dos horarios diferentes (uno el del padre y otro el del hijo) que en momentos puntuales tienen que ponerse más o menos de acuerdo para hacer algo determinado juntos.
Si están en casa, el niño jugando y el padre preparando la comida (por ejemplo), en el momento que vayan a comer el horario de ambos se junta, porque los dos (y el resto de la familia también, claro) van a sentarse en la mesa a comer.
Ahora bien, ¿coincide el momento de ir comer con el momento en que el niño deja de jugar? ¿Qué pasa si le llamamos para que venga a comer pero él todavía quiere jugar un rato más?
Hay días en que el hambre puede más que las ganas de jugar y los niños esperan ávidos el primer plato. Hay otros en que el comer puede esperar y prefieren jugar.
Ante este tipo de conflictos cada padre decide cómo actuar en cada momento y cada padre otorga una importancia determinada a los horarios o a las costumbres familiares.
En mi caso suelo negociar con él: “¿Quieres jugar un poco más? Está bien, cinco minutos más y vamos a comer”, pues me parece una decisión intermedia entre lo que él quiere y lo que yo quiero.
A mí no me importa esperar 5 minutos más y a él, aunque le gustaría jugar un rato más, le parece bien ir a comer y detener el juego tras ese ratito de más. Aún así entiendo que hay padres y madres que prefieran hacerlo de otra manera más o menos flexible.
Sin embargo, los días que hay prisa, esos cinco minutos valen oro y a ellos, muchas veces, les cuesta entender que “ya es ya”. Si tenemos en cuenta, además, que cuanta más prisa tenemos, menos están ellos dispuestos a correr, el conflicto es cuestión de minutos.
¿Qué hacer? Pues lo que cada uno considere más oportuno. A mi modo de ver, cuando vamos tarde, la culpa suele ser nuestra (y cuando digo nuestra me refiero a los papás y a la maquinaria social). Ellos no saben de relojes, de tiempo, de obligaciones inaplazables ni de horarios estrictos. Se pasan el día haciendo lo que nosotros hacemos, yendo a comprar, a mirar ropa (que por cierto se aburren lo indecible), al banco, a hacer recados, y un ratito al parque pero “venga vámonos que tenemos que hacer la cena”.
Si en alguno de esos momentos se plantan y dicen “¡Basta! Para un rato que estoy jugando tranquilo, déjame” creo que lo mínimo que podemos hacer es tratar de entender su postura.
Si no hay prisa, podemos dejarle jugar un rato más. Si la hay, y hay que irse, pues no podrá ser, pero como mínimo entenderemos su enfado permitiéndole que exprese su malestar y poniendo nombre a sus sentimientos, si hace falta: “Estás enfadado porque querías jugar un rato más ¿verdad? Lo sé, cariño, y lo siento, pero nos tenemos que ir”.
Frases como “no llores que no es para tanto” o “te he dicho que nos tenemos que ir, y punto” se alejan de sus sentimientos y de lo que está viviendo en ese momento.
Si después hay la posibilidad de que siga jugando se le puede decir que “si quieres después, cuando volvamos, sigues jugando un rato”. Incluso se le puede hacer mención de lo que nos molestaba a nosotros cuando de pequeños nos pasaban cosas así: “recuerdo que yo de pequeño también me enfadaba con mi padre porque quería seguir jugando a algo y nos teníamos que ir”.
Resumiendo, las prisas son malas consejeras y provocan este tipo de desajustes y enfados. Dado que muchas veces nos los acabamos llevando en contra de sus deseos, lo que deberíamos hacer es, al menos, respetar sus sentimientos y permitir su enfado entendiendo que ellos viven en un mundo más libre y menos organizado (o encasillado) que el nuestro (y probablemente más feliz, por esto mismo).
Fotos | Flickr (allygirl520), Flickr (Ernst Vikne)
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