Cuando una pareja tiene un niño la vida cambia casi irremediablemente. El tiempo que tenías antaño para hacer algo de ejercicio y para elaborar comidas ricas y sanas se esfuma de repente y te ves comiendo lo que sea, cuando sea y sin un momento para hacer algo de ejercicio.
En mi caso a todos estos factores se suman las ganas de estar con mis hijos y la responsabilidad de estar en casa por si me necesitan, que hacen que el hecho de ir al gimnasio quede en un segundo plano (vamos, que si me dan a elegir, pues prefiero estar con ellos y por ellos, y ya habrá tiempo más adelante para mirar otra vez por mí).
Todo esto ha hecho que mi cuerpo otrora delgado y fuerte (siempre he sido delgado y siempre me ha gustado hacer ejercicio) se haya convertido en un cuerpo delgado, pero con barriga. Bueno, miento… no ha sido por todo esto. Me he dejado un factor muy importante: yo he engordado, en gran parte, por la pena.
Como ya sabéis tengo dos hijos de cinco y dos años y como suele pasar con los niños que comen la cantidad que quieren en el momento que quieren, es muy difícil predecir cuánto van a comer, cuándo lo van a comer y qué van a comer.
Unos días se sientan a mediodía en la mesa y no se levantan hasta que acaban con todo y otros apenas comen cuatro trozos de lo que sea y dicen que no quieren más.
Sé que suena a locura, pero no voy detrás de ellos para que se coman lo que hay en el plato, porque ellos sabrán el hambre que tienen… como mucho les llevo el plato allí donde estén para que coman un poco más y lo dejo dicho: “chicos, aquí os dejo el plato con la comida, por si queréis más” (cuando digo les llevo me refiero a les llevamos… y sí, soy un padre un poco anárquico, qué le vamos a hacer).
El caso es que si esto sucede en casa, pues no pasa nada. Lo que sobra se guarda para la cena y ya se lo comerán, o ya nos lo comeremos.
El problema es cuando vas a casa de alguien a comer y a los muchachos se les ocurre que no van a comer demasiado, sobrando bastante en el plato. Luego además uno pide un batidito de esos de “leche rosa” (si conocéis a Juan y Tolola sabréis de qué hablo) y el otro que lo ve quiere otro, pero mientras se lo están tomando resulta que han pensado que quieren un helado, y dejan el batido a medias y empiezan con el helado.
Sin embargo, a medio helado se dan cuenta de que “oye, pero si yo no tenía hambre”. Así que te encuentras con dos medios helados que les ha dado el dueño/a del hogar, dos medios batidos y dos platos a medio comer.
Entonces ahí está papá, que piensa “por Dios, qué pena que sobre todo esto y qué apuro que sobre todo esto”. Y en ese momento me pongo manos a la obra y, mientras mis hijos corren y juegan con una energía que uno no sabe de dónde sale, yo me voy hinchando de una energía que sí sé de dónde sale, pero que no necesito.
Así que así han pasado los años y de pronto, hace un par de semanas, decidí pesarme para observar que me sobraban cerca de 7 kilos de barriga (ya digo, que soy de constitución más bien delgada y que siempre he sido de los envidiados por comer de todo sin engordar). En ese momento me di cuenta de que sí, que había engordado de pena: qué pena tirar esto, qué pena dejar lo otro… y que algo había que hacer, porque ya apenas me veía la punta de los pies.
Así que ahora estoy en ello, comiendo un poco mejor y haciendo algo de ejercicio, ni que sea en casa.
Como dicen que “mal de muchos consuelo de tontos”, pues os pregunto por si no soy el único: ¿vosotros también habéis engordado de pena?
Foto | Yashima en Flickr
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