Hace unos días Lola nos mostró un taburete con un reloj de arena (el mismo de la foto) cuyo objetivo es marcar el tiempo que un niño debe estar sentado encima, en este caso cinco minutos.
El invento es horrible, primero porque muestra que cualquier asunto, incluso educativo, puede llegar a dar una idea a un diseñador, para inventar el elemento óptimo para llevarlo a cabo. Segundo, dejando el marketing a un lado, porque en cuanto lo vi y vi al niño sentado encima hice un ejercicio de abstracción para imaginarme a mí de pequeño, Armandito, siendo sentado encima de dicho taburete y me dio muy mala sensación.
En ese momento el taburete, que ya me parecía feo sin saber cuál era su finalidad, me pareció aún más feo, aún más odioso, aún más “silla de la tortura” y me imaginaba a mí mismo corriendo por casa, frenando con respeto, o más bien con temor, al pasar junto al taburete, observándolo de cerca tratando de evitar que se acercara a mí, como si de pronto fuera a cobrar vida para atraparme en un eterno caer de la arena.
Tan irrespetuoso me pareció el invento que aquí tenéis esta entrada en la que os comento mi visión acerca de la silla de pensar o del “tiempo fuera”.
La silla de pensar o el rincón de pensar
La silla de pensar se hizo famosa, si no me equivoco, gracias a Jo Frost y su papel de Supernanny (probablemente ya existía hacía mucho tiempo, pero yo la conocí gracias a ella). Es una técnica que nunca me ha gustado y que sigue sin gustarme por varias razones.
Es mejor que los castigos de antaño, donde podía caer algún correctivo físico y donde la gravedad del castigo era directamente proporcional al estado de ánimo de la madre o padre. Si tenía un día de perros te podía caer un castigo tremendo, si tenía un buen día, el castigo era menor.
Sin embargo, como ya explicamos en su día, los castigos, más grandes o más pequeños, castigos son, y por definición se intenta con ellos que un niño deje de hacer algo porque la consecuencia sea el castigo, es decir, que aprenda que si vuelve a hacer lo que ha hecho volverá a sufrir la consecuencia que hemos inventado (no ver la tele, no ir al parque, sentarse cinco minutos a pensar,...).
Esto hace que la consecuencia de un acto sea un precio a pagar mayor o menor, pero no la consecuencia real de su acto. Si se me cae un vaso de agua y mi madre se cabrea y me castiga sin postre, aprendo que “vaso de agua al suelo = no postre”. Sería mucho más educativo que mi madre me diera un trapo o bayeta y me dijera “veo agua en el suelo, ¿podrías limpiarlo?”, básicamente porque aprendería que “vaso de agua al suelo = agua en el suelo”. En este sentido, la próxima vez no querré que se me caiga porque no querré tener que limpiarlo y, si se me cae de nuevo, sabré qué tengo que hacer.
De la otra manera, si un día no me gusta el postre que hay, no habrá motivo para evitar la caída de un vaso lleno de agua al suelo, aunque si mi madre sabe que el postre no me gusta inventará un nuevo castigo y tendré que aprender que “vaso de agua al suelo” puede tener otra consecuencia diferente si el postre de ese día no me gusta, entrando en un aprendizaje que ralla lo absurdo.
En este sentido, el rincón de pensar es una solución para no tener que ir inventando castigos. Se le cae un vaso, al rincón de pensar, pega a su hermano, al rincón de pensar, rompe un jarrón, al rincón de pensar. El niño acaba por saber que cualquier cosa que haga que a los padres no les gusta tiene como consecuencia el rincón de pensar.
Es muy fácil para los padres, pero así un niño no aprende las consecuencias reales de sus actos y así no aprende valores. Un niño no querrá ser buena persona, no querrá comportarse correctamente porque es lo que está bien, sino que lo hará para evitar el rincón de pensar.
Esto es peligroso, porque creciendo evitando supone aprender a mentir: “si mamá no se entera de que he hecho algo evitaré el rincón de pensar”. Si en cambio un niño se porta bien porque quiere hacer lo correcto, dará igual que mamá esté o no delante, él mismo será dueño y señor de sus actos.
Pensar es algo bueno, no me lo conviertan en algo negativo, por favor
Otra de las razones por las que la silla de pensar o rincón de pensar es algo negativo es que a la palabra pensar, una de la más maravillosas que tenemos en el diccionario español, le añadimos una connotación negativa. Pensar se convierte en algo aburrido, en algo obligado: “te has portado mal, siéntate a pensar”, y hoy en día, cuando más falta nos hacen las personas capaces de pensar e innovar, menos ganas tienen los niños de hacerlo, si lo asocian a ese tiempo que pasaban en el taburete de pensar con reloj de arena.
Para que no sea pensar, que sea aburrir
En el colegio de mi hijo hicieron esta reflexión sobre el verbo pensar y cambiaron la silla de pensar por la silla del aburrimiento. Es mejor “aburrir”, que “pensar”, aunque en esencia sea lo mismo. Además, aburrirse no tiene por qué ser algo malo, del aburrimiento nacen a veces los juegos más divertidos y la mayor creatividad, porque cuando te aburres tienes que pensar qué hacer a continuación, pero ya digo, si tiene que tener un nombre, prefiero la silla del aburrimiento.
¿Por qué cinco minutos?
El reloj de arena del taburete que vemos en la imagen da para cinco minutos, pero yo me pregunto: ¿Por qué cinco minutos? ¿Por qué no dos? Y puestos a cambiar la conducta del niño, ¿por qué no diez minutos? ¿No serán diez minutos el doble de efectivos?
Pues eso, si queremos que un niño piense y recapacite, basta con explicar las cosas: “no me gusta esto que has hecho porque ha pasado esto otro y cuando pasa esto otro…”. Si lo entiende, perfecto, si no lo interioriza, señal de que todavía es pequeño para asumir esa norma, ese valor, o que necesita más explicaciones, en momentos sucesivos, para hacerla suya (y en casos así, evidentemente, cinco minutos sentado en una silla no le van a ayudar a entender nada).
Confío en los niños, confío en su capacidad de entender lo que está bien y lo que está mal y por eso castigarles cinco minutos para que piensen me parece irrespetuoso, porque no estamos confiando en su capacidad, como personas que son, de entender nuestras palabras, de entender lo que está bien y lo que está mal y cedemos ese poder al tiempo fuera.
¿Y no se puede hacer nada? Hay momentos que…
Siempre hay momentos en que buscas algo, una herramienta, un algo que te ayude a detener una acción que no te está gustando nada, ese algo que te ayude a decir basta. Piaget dijo en su día que uno de los castigos más adecuados para los niños era aquel que controlaban ellos mismos (no lo dijo con estas palabras, pero más o menos).
Sólo lo he utilizado una vez en mis seis años como padre y esa vez fue la única que “castigué” a uno de mis hijos. Le acompañé a su habitación y le dije “quédate aquí hasta que seas capaz de estar con los demás sin hacer esto”. Evidentemente añadí más explicaciones, pero en ese momento en que el diálogo estaba fallando y era necesario detener la acción ya, opté por el tiempo fuera, dejándole a él que decidiera cuándo acababa el “castigo” (entrecomillo porque en el fondo el castigo es casi un no castigo).
Tal y como estaba no podía estar con nosotros, estaba haciendo daño al pequeño y molestando a los mayores, así que simplemente le dije que preferíamos que estuviera en otro sitio, porque nos molestaba a todos, pero que si era capaz de estar con los demás sin hacerlo (sin molestar) podía venir de nuevo con nosotros. No hay cinco minutos ni tiempo determinado, no está castigado en su habitación, simplemente se le dice que actuando de X manera está molestando y que si es capaz de respetar a los demás, puede estar sin problemas con los demás. El niño decide cuándo salir de la habitación porque ya puede estar sin molestar al resto... el niño controla el “castigo”.
No he repetido el método porque tampoco me gusta demasiado (y eso que éste habría sido el castigo que yo de niño habría querido para mí) y porque el diálogo ha ido funcionando hasta la fecha. Decía Edward Bulwer-Lytton que “la pluma es más fuerte que la espada”, siendo la pluma la palabra, el pensamiento, el diálogo y la espada la fuerza, el forzar situaciones, el “por las malas”, y le creo. Le creo porque como digo, con el diálogo, con la palabra, se puede conseguir lo mismo, o más. Es más tedioso, es más difícil, es más lento y a veces exasperante, pero al final deja mejor sabor de boca, es un proceso más inteligente y no hay humillaciones de por medio, sino sentido común, negociación, cariño, palabras y entendimiento, al final, entendimiento.
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