Los extremos no son nada buenos en esta vida. Y esto se aplica también a la educación de los hijos.
Creo que ser padres demasiado permisivos es tan malo como ser padres demasiado rígidos.
Una cosa es atender, dar cariño y cubrir las necesidades de nuestros hijos y otra es satisfacer todos sus deseos y caprichos.
Los padres somos los encargados de poner los límites a nuestros hijos, pero en el sentido de marcarles un camino a seguir, indicarles qué está bien y qué está mal, acompañarlos en su desarrollo con mucha comunicación y amor, pero dejarlos madurar y hacer por sí mismos. Poner límites no significa ser estrictos ni malos. Al contrario, le estamos dando a nuestros hijos las pautas para ser una persona más segura y madura en el futuro.
El niño al que se le satisfacen todos los caprichos se hace una idea equivocada del mundo. La vida no es así, no se puede tener todo lo que uno quiere, y eso tendríamos que transmitirles a nuestros hijos.
Por otro lado, el niño al que le permitimos todo no sabrá resolver en el futuro los conflictos por sí mismo. Siempre esperará que alguien los resuelva por él. Y lamentable o afortunadamente, la vida tampoco es así.
Al menos esta es mi modesta opinión en el difícil oficio de educar a los hijos.
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