Los que ya somos padres lo recordamos como si fuera ayer. Cada vez que dabas la noticia recibías una respuesta similar: “Enhorabuena…¡¡Pero prepárate, porque se te acaba la buena vida!!”
Ante esto sólo podíamos sonreír y esperar a descubrir a qué se referían.
Ahora, dos años y 8 meses después de que naciera mi hijo puedo decir que mi vida ha cambiado. Se acabó la buena vida y vino la que era mejor.
La buena vida a la que se referían es todo aquello que poco a poco se va sustituyendo por momentos con tu hijo.
El nivel de sustitución al que uno llega o el tiempo que tarda en producirse este cambio depende de cada padre, así que no puedo decir que estoy hablando de una verdad absoluta, porque hablo de mi verdad. La consola, el ir al cine, salir a cenar, de fiesta, la vida de pareja, jugar al fútbol con los amigos, hacer horas extras en el trabajo para cobrar más… todo fue bajando poco a poco en mi escala de valores personal a la vez que Jon iba subiendo.
El ser padre no es algo que viene de golpe. Biológicamente hablando sí, por supuesto, el día que tu bebé nace eres padre, pero tenemos una desventaja: no lo hemos llevado nueve meses dentro y aunque hemos visto los cambios, no los hemos sentido.
Ser padre (actuar como tal), a mi modo de ver, no es un proceso de días, es algo que es cuestión de tiempo. En mi caso fueron meses hasta que mi implicación fue absoluta.
No es que no fuera lo más importante para mí, que lo era, sino que el cambio es muy grande, enorme, y cuesta desprenderte de tu antiguo Yo casi postadolescente para dejar paso al nuevo hombre maduro y responsable.
Por poner un ejemplo personal, el otoño pasado, teniendo Jon 18 meses me apunté con unos amiguetes a una liga de fútbol siete. Fui a unos cuantos partidos, pero la falta de ritmo, la edad (me autodenominé Henry) y el verme de nuevo corriendo tras una pelota, como años atrás pero con la diferencia de dejar en casa a un niño de 18 meses hicieron que llegara a decirme a mi mismo: “¿pero qué hago yo aquí?”, momento en el que me di cuenta que prefería aprovechar los sábados por la tarde para estar con mi hijo que para ir a jugar al fútbol.
Y como con el fútbol me ha pasado con muchas otras cosas. Ahora intento trabajar lo menos posible para estar más horas con él, si nos vamos a comer fuera, o de cena, nos vamos los tres, si nos vamos de vacaciones, nos vamos los tres, el cine es nuestra casa y la pareja… la vida de pareja es un tema aparte.
He oído esta frase muy a menudo: “tenéis que seguir teniendo vida de pareja”. Y yo me arrasco el cuero cabelludo con un dedito pensando: “ya, pero es que ahora no somos una pareja, ahora somos una familia”. Y en mi familia somos tres. Una pareja con un hijo, por tanto, ya hacemos vida de pareja, pero con nuestro hijo.
Así que el título del post es cierto, te cambiará la vida, seguro. No quiero decir que el cambio será igual que conmigo, ni que tengas que dejar todo lo que te gusta para estar con tus hijos (aunque ellos lo agradecerán). Quizá en el término medio esté el equilibrio, o quizá no. Quizá puedas hacer las cosas que te gustan en las que pueda participar tu hijo. A mí es que directamente no me apetece hacer nada en lo que Jon quede excluido.
Poniéndome un poco filosófico, su nacimiento me ha servido para saltar de la cinta transportadora. Metafóricamente hablando, vivimos todos en una de estas cintas, a toda velocidad, cruzándonos a menudo con otras cintas y empujando o siendo empujados por otras personas en el cruce, casi sin pensar en por qué estamos en una de ellas viviendo a toda velocidad o en si hay algo más fuera del camino predeterminado.
Pues bien, Jon nació y salté de mi cinta. De repente todo se detuvo y pude dar con un caminito de tierra tranquilo, afable, rodeado de inocencia, de cariño. Un camino cansado, pues el caminito hay que andarlo y construirlo (la cinta ya existe, te lleva) y no nos mintamos, criar a un hijo es una gran responsabilidad y en muchas ocasiones es tremendamente agotador (ya hablaré de esto otro día), pero tener una oportunidad de frenar el ritmo de vida y hacerme una persona más humana, menos consumista y más empática es algo que, para mí, no tiene precio.
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