¿No os gustaría regresar a aquellos veranos interminables de nuestra infancia? ¿O a la eternidad que era un año? Que hoy percibamos que nuestros veranos pasan en un abrir y cerrar de ojos o que los cumpleaños llegan cada vez antes puede tener una base psíquica.
El tiempo “dura más” en la infancia, percibimos que transcurre más lentamente cuando somos niños. Aunque evidentemente se trata de nuestra percepción, ya que el tiempo pasa de forma constante y continua.
El descubrimiento de lo desconocido, la vivencia constante de nuevas experiencias, hacen en la infancia que el tiempo vaya más lentamente. Cuando crecemos, las novedades son menos, todo se nos vuelve más familiar, es más difícil que algo nos sorprenda, por lo que tenemos la sensación de que todo pasa más rápido.
En un artículo de Adam Dachis, titulado “¿Por qué las nuevas experiencias son importantes, y cómo afectan positivamente a la percepción del tiempo” (Why New Experiences Are Important, and How They Positively Affect Your Perception of Time?), se señala que la razón por la que el tiempo “avanza” de forma más rápida a medida que envejecemos es la forma que tiene nuestro cerebro de procesar la información.
En la infancia, las nuevas experiencias requieren más tiempo a nuestro cerebro para procesar la información, provocando la agradable sensación de que el tiempo se detiene.
Si a eso sumamos el desconocimiento, durante los primeros años de vida, de la estructuración temporal en minutos, horas, semanas, meses o años, es lógico que la percepción del tiempo sea más lenta en la infancia.
¿Cómo hacer entonces que en nuestra edad adulta el tiempo no “transcurra” tan rápidamente: vivir nuevas experiencias. No sé, a mí los viajes y las vacaciones se me siguen pasando volando… Pero doy fe de que a mis hijas, al final del día, les parece que sólo hayan transcurrido un par de horas desde que se levantaron, por la energía que conservan.
Vía | Blog Plan B
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