Hoy he podido leer una historia real que me ha dejado el corazón en un puño. Se trata de la historia de Inés, una mujer madre de dos hijos que parió a una niña a las 23 semanas y dos días de gestación que falleció al poco de nacer.
Tres días después de parir Inés seguía en el hospital ingresada y dialogando con el enfermero le dijo: “Ya ves, pensando en mis dos hijos, los he dejado en casa, y mi hija muerta, ¿qué les puedo decir después de tanto? Pienso en ellos. Y yo aquí para nada, todo el tiempo perdido. Me dijo mi marido que no viera a la niña.”
Inés estuvo un mes ingresada sin poder moverse de la cama porque tenía contracciones y su hija corría riesgo.
De vez en cuando tenía metrorragias, pero una mañana fueron más abundantes y ella notó que algo estaba pasando. Se lo comunicó al médico que dijo que no había ningún cambio, todo normal para su estado.
A las tres o cuatro horas Inés notó que algo se movía por abajo. Su hermana levantó la sábana y vio las piernas moradas del bebé asomando por la vulva.
Inés fue tratada de urgencia: “Les dije que no me durmieran, que quería verla, pero no me hicieron caso. Nació viva, notaba sus piernas cuando salía, pero ya me habían dicho que viviría unos minutos si llegaba a nacer [...] Yo quería haber estado con ella esos minutos de vida.”
Pidió que le dejaran ver a su hija muerta, días después, y el enfermero traspasó el deseo a la supervisora que le dijo que “aquí nunca se les ha dejado que lo vean por su bien, se las duerme cuando el niño va a salir y cuando se despierta todo ha pasado”.
Al final consiguieron que le dejaran ver a su hija. Inés necesitaba elaborar su duelo, comprender la pérdida. En la silla de ruedas le entregaron a su pequeña, envuelta en paños estériles verdes. La cogió entre sus brazos, llorando, la acurrucó, la apretó contra su pecho y le dio un beso.
“No le veo nada malo [...] no entiendo porqué los médicos no me dejaron verla [...] Salió viva, respiraba, yo la noté. Es muy guapa, ¿no crees? No es tan pequeña, tenía cinco meses. Ahora me siento mejor.”
Esto es sólo un resumen de la historia. Os recomiendo que la leáis completa, pues merece la pena. Está narrada en primera persona por Alberto Gálvez Toro, el enfermero que, haciendo la residencia de matrona, vivió el suceso junto a Inés.
Ella pidió estar despierta, ella quiso verla, sentirla y tocarla en el momento de nacer. Sin embargo la durmieron por su bien, para que todo pasara sin enterarse.
Ojos que no ven, ¿corazón que no siente? ¿Qué clase de profesionales de la salud tenemos (y somos) que obvian de esa manera las emociones de una persona? ¿Por qué no se respetan los deseos de una madre? ¿Querer hacer algo diferente es impropio?
Inés escuchó su cuerpo, sintió que algo no iba bien y así lo comunicó. Ella sabía que estaba de parto pero no la creyeron. Ella lo sabía. La niña habría fallecido igualmente, pero la sensación para esta madre habría sido bien distinta si al menos hubieran confiado en ella.
Esta es una de tantas razones por las que las mujeres piden una atención al parto (y la sociedad un trato) más humanizado por parte de los profesionales de la sanidad. Las mujeres que van a parir son personas sanas que solicitan una ayuda por si algo no va bien, sin embargo a menudo se les trata como personas enfermas y a la vez como si no lo fueran: “venga, no te quejes tanto, que sólo vas a parir”, “estate quieta o te dolerá más”, “¿que estás de parto? Jajaja, primeriza, seguro…”
Vía | Revista Índex de Enfermería
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