Seguimos con nuestra iniciativa Papá, cuéntanos tu historia, en este caso con un relato que me toca muy de cerca… Cómo vivió el nacimiento de Mar su papá.
Esperamos recibir más historias de nuestros lectores, de todos esos papás que nos leen y a los que también les gustaría hacer llegar su relato al resto. Nos pueden contar cómo vivieron el embarazo o el parto, sus sentimientos al estar por primera vez junto al bebé u otros temas como su opinión acerca de la lactancia, sus anécdotas en el día a día con sus hijos...
En fin, estaremos encantados de recibir los relatos de otros papás en la dirección historiasdepadres@bebesymas.com. Ahora os dejo con la historia de un emocionante momento: un papá primerizo vive la llegada al mundo de su bebé de un modo muy especial.
Como es natural, para un padre, el momento del nacimiento de su primer hijo es algo que queda grabado en su memoria para siempre. Es un cúmulo de sensaciones no experimentadas hasta entonces y nuevos sentimientos; agradables a veces, angustiosos otras. Me gustaría compartir con vosotros cómo fue para mí esa especial situación.Nuestra niña, Mar, tomó la decisión de quedarse durante un tiempo más en su confortable hábitat, sin tener en cuenta la impaciencia de sus papis por verle la carita. De manera que, una semana después de la fecha que nos dieron para su venida al mundo, todavía la estábamos esperando. Y eso a pesar de los largos paseos (cerca de dos horas diarias) y de los duros ejercicios con los que se machacaba después mi chica.
Nuestro gine resolvió, con criterio, tomar la decisión por ella e inducir el parto, fijando así el gran momento para tres días más tarde, esto es, el 10 de octubre. La noche de la víspera, martes, fue memorable: sin poder dormir, con nervios, revisando una y otra vez el contenido de la canastilla (“¿Lo llevamos todo? ¿Estás seguro?” “¿Hemos puesto los pijamitas? ¿Estás segura?”), tratando, en fin, de tener todo bajo control. Y llegó el miércoles. Salimos para el hospital, llevándonos todo lo necesario, incluidos las despedidas y buenos deseos de nuestros familiares. Recorrimos el trayecto sin prisas, tranquilamente (lástima: siempre quise ir a toda pastilla, agitando el pañuelo blanco por la ventanilla abierta y gritando como un descosido). Hicimos el ingreso en la clínica, subimos a planta y comenzó el ir y venir del personal sanitario para iniciar el protocolo: extracción de sangre, goteros, rotura del saco amniótico y demás. De tanto en tanto, la matrona venía a comprobar los centímetros de dilatación. Todo iba sobre ruedas y la oxitocina realizaba perfectamente su función (facilitada por el trabajo previo). La cuestión es que en algo así como dos horas deciden bajarnos al paritorio: el gran momento está en ciernes. Mientras le ponían a mi mujer la epidural, me invitan a cambiarme de ropa, puesto que tenía decidido presenciar el parto y cortar el cordón umbilical (si es que no me desmayaba antes). Y ahí estaba yo, vestido por entero de verde, como si fuera un médico de una serie de televisión (puesto que sólo lo parecía en el aspecto externo). Inmensamente preocupado, preguntándome cómo iría y deseando que todo sucediera según el guión. Sin embargo, el guión había sido modificado y yo no me había enterado. Aunque tranquilos: los cambios sólo trataban de dar más emoción dramática a la escena. La cuestión es que Mar, siguiendo su tónica, se hizo de rogar. A pesar de la completa dilatación y de las contracciones de parto que tenía su mami, la niña parecía no tener intención de asomar su cabecita. Dado que el monitor indicaba que ambas estaban perfectamente, ginecólogo y matrona decidieron esperar. Pero claro, se hizo la hora de comer. El personal sanitario iba entrando y saliendo cada poco tiempo, entre bocado y bocado. Después de cada exploración, la reacción era la misma: –Vaya, sigue sin bajar. Pues, seguimos esperando. A eso de las tres de la tarde, los cuatro (ginecólogo, matrona, mi chica y yo) manteníamos una agradable charla: –Pues yo –decía el ginecólogo– soy de Zaragoza. –Anda, pues pasado mañana es la Pilarica. –Lástima que no pueda estar. Mirad, ¿sabéis que os digo? Que vamos a cambiar de planes –y ya no estaba hablando de Zaragoza. El médico observó en el monitor que algo había cambiado. Los latidos de la pequeña empezaban a indicar un cierto grado de padecimiento fetal. La espera había acabado. Los cambios de planes consistían en, claro está, practicar una cesárea. A mi mujer y a mí nos cambió por completo la cara. Era algo que no habíamos contemplado como posibilidad. Quizás sólo en el curso de preparación al parto, cuando tratamos el tema. Las lágrimas en el rostro de mi chica denotaban su total descolocación; no hacía más que preguntar repetidamente: «¿Y qué tengo que hacer?» Había aprendido a respirar, a empujar con el diafragma, en definitiva, a enfrentarse al parto... pero no a la cesárea. Crucé una mirada con ella, tratando de transmitirle seguridad y confianza, al mismo tiempo que yo mismo intentaba encontrarlas en sus ojos. Amablemente la matrona me hizo salir del paritorio y me condujeron a una pequeña salita. Allí, solo, pensé que el tiempo de espera se me haría eterno. Trataba de imaginar lo que estaría ocurriendo en ese momento unos pocos metros más allá, de la misma manera que, en incontables ocasiones anteriores, había tratado de visualizar lo que sucedería estando yo presente. Pese a la preocupación, no conseguía quitarme de encima la idea de que me estaba perdiendo el nacimiento de mi hija. En eso estaba cuando la puerta de la salita se abrió y apareció una enfermera pronunciando unas palabras que me costó un instante procesar: «Ya puedes pasar a ver a tu hija.» Era imposible; tan solo habían transcurrido quince minutos. Recorrí un pasillo vagamente familiar (¿he pasado antes por aquí?), y me llevaron de vuelta a la sala que minutos antes tuve que dejar. Al entrar, la matrona estaba vistiendo a la niña bajo la luz de una lámpara roja. Ya estaba aquí. Fue tremendamente emocionante verla por primera vez... pero esto lo compartiré con vosotros en otra ocasión.
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